martes, 29 de septiembre de 2009

Palabras mágicas

Trato de recordar como fue que comenzó todo. Busco en la serpenteante maraña de recuerdos algo que me diga como llegué a aquí, pero no lo logro. A veces pienso que siempre fue así, pero algo me dice que no.

Aquel primer día, había sido un día como cualquier otro, soleado, con una refrescante brisa que acariciaba el paisaje. Me hallaba en un paraje donde nunca antes había estado pero que no por ello era desconocido para mí. Me agaché para tomar una flor muy bonita, y en cuanto la toqué desapareció de mis manos. Miré por unos minutos extrañada mis manos vacías y las moví hacia adelante para agarrar otra flor que había más allá y, otra vez no estaban allí, como si se hubiesen escapado a través de los huecos que se forman entre los dedos. Sacudí la cabeza para despejarme. Me incliné a la derecha, para cortar una tercera flor que se desvaneció con la misma rapidez que las anteriores. Miré el cielo y el radiante sol que me enceguecía y pensé que el calor me estaba afectando. Con un pañuelo sequé una gota de sudor que me surcaba la frente y bajaba frenéticamente por mi mejilla.

Para poder pararme me apoyé en una roca y ¡zas! Mi brazo cedió y mi mentón se incrustó en el suelo. Luego de escupir un poco de tierra me incorporé. La piedra ya no estaba allí. Otra gota recorrió mi rostro, pero ya no sé si era sólo producto de la temperatura reinante. Busqué la protección de un árbol y me apoyé en él para aminorar el peso del calor del día y los acontecimientos que se estaban desarrollando, y ¡auch! Otra vez al piso. Ni la sombra daba fe de la existencia derretida del árbol.

Todo lo que tocaba se diluía en mis manos. Entonces comencé una danza de norte a sur, de este a oeste, donde todo lo que tocaba desaparecía a mi paso. Al principio fue divertido, luego anocheció y todo cambió. Tuve hambre, sed y frío. Todas necesidades que mi nueva habilidad no contemplaban.

Fue entonces cuando conocí a Igor, compañero de infortunios y nuevo amigo, que hacía horas trataba de encontrar una salida. Él me contó que antes había sido un gordito simpático de pelo corto. Pero ahora, desde que llegó a este lugar es alto, flaco y de pelo largo; como si una máquina lo hubiese tomado de cada extremo de su cuerpo y lo hubiese estirado. A decir verdad, cada vez que lo miro, no hago otra cosa que avalar sus pensamientos, ya que eso es lo que parece le ha pasado.

El problema de Igor es otro. Todo lo que toca se aleja de él como si una fuerza cósmica lo repeliera en un efecto contrario al imán. De ese mismo modo, él tampoco puede ni comer, ni beber, ni abrigarse.

Apoyándose en las horas que me lleva de ventaja, Igor me dice:

- Todo esto es producto de un hechizo y para romperlo debemos buscar a la maga que habita en tierras fértiles desde donde fluyen todos los ríos y comienzan los sueños.

- Ok, no perdamos más tiempo. Seguime. A un par de metros al norte vi un arroyo. Si caminamos río arriba deberíamos ver a la maga.

Corrimos hacia el arroyo y luego lo seguimos hasta el lugar donde nacen todos los ríos sin encontrar nada allí. Nos desmoronamos sobre el fértil pasto, exhaustos y decepcionados pues la maga no estaba allí.

Súbitamente Igor se incorporó, su rostro se iluminó, sonrió y dijo:

- ¡Ya sé! Cuando me dijeron que la respuesta está en tierras fértiles de donde todos los ríos fluyen no lo decían en una forma literal, sino metafórica. Es en nuestra infancia donde debemos buscar las palabras mágicas que nos sacaran de acá.., y son: “a mí me rebota y a vos te explota”.

Y estaba otra vez en la esquina de casa. Como todas las mañanas por la vereda de enfrente pasaba el gordito de segundo del que todos nos burlábamos como si fuese culpable de su aspecto. Pero esta vez yo no le pude decir nada, después de todo él había descubierto las palabras mágicas.

miércoles, 1 de octubre de 2008

Sólo dos líneas

Temblando ante el peso de la birome entre mis debilitadas manos escribí esas líneas a oscuras. No había forma de saber si tenía tinta, si el papel estaba en blanco o tenía garabatos, ni si se entendería el mensaje, pero no había tiempo que perder: se había abierto una brecha entre los mundos y era el momento de actuar jugándose todo.

Fueron sólo dos líneas. Cuando terminé, me apresuré y, antes de que el pánico se apoderara de mí, hice un avioncito con papel y deslicé el texto por el hueco.

En silencio pude ver cómo se alejaba volando en círculos serpenteantes.

¿Recibiría mi mensaje? ¿Podría leerlo? ¿Se haría eco del mismo? ¿Lograría mi liberación? No había forma de saberlo.

Bueno. Ya estaba hecho, no había vuelta atrás. Ese acto había abierto un nuevo curso en mi historia. Ahora sólo quedaba esperar su respuesta. La parte más difícil de todo, cuando uno depende de otro y de su reacción ante un par de líneas.

Los minutos se volvieron horas y las horas, días. No sentía sueño, ni hambre, sólo estaba esperando una respuesta.

De repente, se escuchó un estruendo, seguido por un intenso silencio. Sentí una brisa que iluminó el ambiente y se transformó en una especie de tornado, las cosas más livianas se elevaron, mi camisón se levantó dejando ver mis débiles piernas que apenas aguantaban el peso de lo que quedaba de mí y todo comenzó a girar alrededor de mi cuerpo. Papeles, ropa, sábanas, cuadros, almohadas, el crucifijo, sillas, libros, todo se elevaba en el aire y giraba descontroladamente. Finalmente me uní a esa danza llena de luces de colores.

Súbitamente, todo se aquietó y caímos al suelo. Exhausta, me intentaba acomodar e incorporar, cuando sentí cómo el agujero estaba absorbiéndolo todo. Me aferré a la baranda de la cama pero el poder de succión era tan fuerte que no me pude resistir y me llevó.
Entonces me sentí volar, serpenteando por un aire espeso que me recordaba cuando flotaba en una pileta.

Suavemente, fui depositada en el suelo. Mis pies sintieron el pasto humedecido por el rocío. Ya no me costaba mantenerme en pie. Mi pedido había llegado. Él estaba allí. Con su gran bastón de madera, su larga barba blanca que le llegaba al ombligo y una sonrisa que transmitía una paz inconmensurable.

(escrito por Ana Paula Álvarez)

miércoles, 24 de septiembre de 2008

Hogar Santa Rosa

Lunes 7 de septiembre, medianoche.

Cristóbal:

Ya no te amo. Te amé, es cierto, más aún te adoré, es verdad. Pero el sentimiento que me desbordaba el alma los domingos a la tarde o los miércoles al mediodía, ya no existe. La novedad siempre gozosa de sentir cómo de tu boca salía sin fisuras el nombre que me definía, desapareció. Se escurrieron las letras por la rejilla del baño, la C panzona, vacua, que encabezaba una serie de vocales y consonantes, los puntos suspensivos, la coma y el silencio. Intenté recoger varias veces las letras y mi esencia dispersa en sus trazos pero fue inútil. Poco a poco, también se apagó tu voz diáfana. Me apagué yo. Dejaste de existir en el espacio entre mis pulmones. Tu poder sobre mi alma y mi cuerpo se oscureció primero, luego se aclaró del todo hasta que la blancura se mezcló con las nubes que contrastaban con los pimpollos de las rosas en el cantero del jardín.

Te sorprenderá leer que ya no te amo porque nunca antes te dije que te amaba. Sé que vas a arquear una ceja, la izquierda, sé que el costado de tu boca, el derecho, comenzará a dibujar una media sonrisa. Todo esto lo sé antes de escribirte. El punto es que lo sepas, que digieras cada sílaba, que la idea llene tu cabeza y explote adentro detonando algún sentimiento, no importa cual. Yo seguiré aquí, escribiendo desde las cenizas, grises, trémulas y buscando con un chispazo de la luz del sol, renacer en la mañana.

Y ahora verás, te tengo que dejar, golpean a la puerta, será quizás la enfermera con la medicación de la noche, la rubia esbelta, esa que vos siempre mirás cuando venís a podar los rosales y cortar el pasto, los domingos de gloria y los miércoles amnésicos.
Clarita
(escrito por Loli)

jueves, 28 de agosto de 2008

La esfera perfecta

Ya habíamos terminado el asado que había hecho el abuelo y que, como siempre, era un manjar: cada trozo de carne se deshacía en la boca dando paso a un sin fin de sensaciones. La abuela retiró los platos y trajo una enorme bandeja llena de cerezas con cabo. Su aspecto era apetitoso. Apenas la apoyó en la mesa, una decena de manos, tantas como personas había en el salón, se abalanzaron sobre la fuente para pescar la suya.

Yo tomé un cabo y tiré de él. Miré la cereza interponiéndola alto contra la luz: era de un bordó fuerte y brillante, era perfecta. La bajé hasta mi boca, que estaba inundada en saliva, sin perderla de vista. En cuanto la posé en mi lengua, jugué un poco con ella, pasándola de un lado a otro de mi boca, sintiendo su suave textura carente de imperfecciones. Cuando iba a hincar la primer mordida, en la que el jugo pasa por la boca y con la lengua lo empujo al paladar y de allí al esófago, me desperté.

Estaba en una especie de inmensa esfera, cuyas paredes eran tubos de metal de diversas formas entrelazados entre sí. Había una infinita cantidad de huecos entre los tubos, pero ninguna persona podía pasar a través de ellos. Yo tenía una pierna colgando de uno de esos agujeros. Alrededor de mi había muchas personas, todas esparcidas por la esfera en forma desordenada. Todos teníamos una pierna atada con un cable poco flexible que salía para arriba.

El silencio era absoluto.

De repente, todo se iluminó. La esfera parecía trasladarse a una velocidad infinita, me sentía mareada. Tal como si estuviésemos en el zamba del Italpark todos caíamos descontroladamente de un lado a otro de la esfera: un sinfín de brazos, piernas y cuerpos se enmarañaban entre si como estructuras inertes. Los gritos de pánico llenaron el ambiente.

Entonces todo paró. Estábamos tratando de acomodarnos nuevamente cuando sentí como tiraban de mi cable. Instintivamente me aferré con todas mis fuerzas a los caños que delineaban la esfera. Pude ver cómo, pese a la resistencia que ofrecían, al menos una decena de personas desaparecía a través del hueco que se había abierto en lo alto de la estructura.

Podía sentir cómo cada hueso se mi cuerpo se separaba cada vez más a través de sus articulaciones. Temía desgarrarme, sin embargo, no dejé de hacer fuerza, abrazado a lo único que conocía, aunque tan sólo fuera por unos minutos. Me aterraba pensar qué pudiera haber del otro lado de la esfera, ¿acaso un monstruo hambriento o un científico extraterrestre haciendo experimentos? No iba a arriesgarme, me aferré con más fervor.

Pero mis manos traspiraban y cedían ante esa fuerza sobrehumana. Supe que era el fin. Cerré los ojos y me dejé llevar.

Sentí cómo me elevaba en el aire en dirección a una luz perfecta, para detenerme por un momento, y cómo me cosquilleaba la panza al bajar velozmente. Entonces fui depositado en una especie de lavarropas lleno de un líquido transparente, las compuertas se cerraron y quedé a oscuras. La maquinaria comenzó a funcionar y una gran paleta flexible me movía de un lado a otro. Cada vez había más agua formando olas descontroladas que iban en todas direcciones. Me costaba mucho respirar sin tragar el agua que estaba por todas partes. En el último momento, las paredes parecieron ceder alejándose, un haz de luz horizontal entró por un lado y el fluido se fue por el otro, y entonces las compuertas se cerraron. Lo último que sentí fue que algo me aplastaba.

(escrito por Ana Paula Álvarez)

miércoles, 16 de julio de 2008

Hasta el fin

Félix vivía en una casa rodeado de libros. Con él, Antonia. Ella cocinaba, limpiaba y ordenaba todos los días para Félix que pasaba sus días sumergido en el trabajo y en el libro de turno porque le gustaba mucho leer.

Esa tarde de junio, Antonia estaba encaramada en la biblioteca pasando el plumero a los estantes y una franela a cada libro. Libro por libro. Lo hacía con cuidado y devoción. Cuando estiró la mano para tomar un volumen que estaba en el estante más alto tropezó y cayó al piso.

Cayó boca abajo estrepitosamente. Félix la vio, la tomó en sus manos, le acarició el lomo con la yema de los dedos y pasó su nariz a centímetros de ella mientras la olía con fruición. La sorpresa los desconcertó a ambos porque ni bien reparó en las palabras… Toda vida es un pozo de soledad que va ahondándose con los años… la dejó deslizarse nuevamente hacia el piso. Ella cayó de espaldas cerrándose de un golpe seco.

Esta vez permaneció cerrada en sí misma mientras las letras y las palabras se mezclaban en combinaciones infinitas e imposibles. Él se quedó de pie junto a ella, mirándola con desconcierto. Ella hubiera querido que la tomara de nuevo entre sus manos, con ese gesto apasionado de antes, que le acariciara el lomo, que la oliera con deleite. Tenía que persuadirlo de que no la dejara, de que leyera en ella todo lo que tenía para decirle porque en verdad valía la pena.

Tenía que llevarla con él en el tren, dejar que lo acompañara todo el día y meterla con él en su cama. Tenía que estar pendiente de ella, de sus palabras y, también, de sus silencios. Quería quedar grabada a fuego en su alma. Ser la obsesión de sus días y sus noches, el motivo de su intriga y la razón de su alegría. Quería toda su atención posible y que no la soltara hasta llegar a la palabra “Fin”.

Félix, en efecto, quedó subyugado por su historia. La siguió, la llevó de aquí para allá, no paró hasta llegar a la última sílaba.

Esa noche después de dar un largo suspiro, tomó el teléfono y llamó a Claudia.

-Clau… amor… no sabés la novela que acabo de terminar de leer: un interesante viaje por la soledad y los sucesivos nacimientos en nuestra vida. Quiero pasártela. Mañana te la alcanzo al laburo. Te amo, amor.

(escrito por Loli)

miércoles, 2 de julio de 2008

Huida eterna

Me di cuenta de que estaba hecho un bollo y temblando como un niño. Escuché cerrarse la puerta, el ruido de las llaves al trabar el cerrojo y los pasos que se alejaban del otro lado. Suspiré aliviado.

Escuché una respiración agitada a mi lado y un murmuro mezclado con un sollozo. Traté de hablar, pero el nudo que tenía en la garganta no me lo permitió. Respiré hondo y exhalé. Volví a tomar aire buscando coraje y las palabras salieron:

-Mariano, ¿estás bien?

Mariano contestó algo incomprensible. Me incorporé, saqué las vendas de mis ojos y lo vi tendido en el suelo, llorando como un niño. Lo tranquilicé:

-Vamos a salir de esto. No todo está perdido.

Una brisa fría entraba por la ventana. Nos dirigimos a ella dándonos cuenta de que ésa era la salida, aunque estábamos a 30 metros del suelo.

Subimos a la cornisa. Cerré los ojos y me concentré en controlar el pánico que buscaba apoderarse de mí. No bajé la vista ni un segundo, sabía que de ello dependía mi éxito. Con la espalda pegada a la pared avancé hasta el cuarto contiguo. Podía sentir, a través de las ropas, todas las imperfecciones que las inclemencias del tiempo a lo largo de los años habían causado en la fachada del edificio. El corazón me latía con tanta rapidez que temí nos descubrieran.

En la habitación de al lado la ventana estaba abierta. Entramos, a oscuras cruzamos el cuarto hasta la puerta, olía a formol. Antes de girar el picaporte cerré fuertemente los ojos e imploré ayuda a un dios en quien nunca había creído. La manivela giró y la puerta se abrió. Respiré aliviado.

Salimos al pasillo y, sin darnos cuenta, estábamos bajando de a dos escalones por las escaleras de emergencia de la antigua construcción. Para ese entonces sólo importaba salir sin ser vistos.

El edificio era grande y la oscuridad de la noche no nos permitía encontrar la salida. Parecía un gran laberinto, donde se sucedían cuartos y más habitaciones sin sentido alguno. Quien había construido semejante castillo seguramente tenía una mente retorcida, que había plasmado a la perfección en su obra de arte. La sucesión de puertas parecía infinita. Daban lugar a todo tipo de cuartos con los más variados estilos y funcionalidades.

Pasamos a través de laboratorios, salones de baile, cuartos llenos de jaulas que contenían a las más diversas criaturas, salas de estar, etc. En cada cuarto que cruzábamos un nuevo escalofrío me surcaba la espalda.

De pronto, entramos a un pequeño teatro y nos detuvimos en seco. Nos miramos. No era necesario decir nada, ambos pensábamos lo mismo. Rápidamente nos cambiamos de ropa. Sabíamos que aún no nos estaban buscando y que, siendo varones nunca sospecharían de dos señoras saliendo de tan concurrido edificio. Yo me puse un vestido color verde que me tapaba completamente los pies y una peluca con hermosos bucles dorados. Mariano se puso un vestido con un estampado pastel y una larga cabellera morena.

Finalmente llegamos a la puerta. El conserje del edificio estaba galanteando con una señorita a la que claramente doblaba en edad, aunque dudo fuese así también en experiencia.

Respiramos hondo. Nos tomamos del brazo y salimos rápidamente mirando el suelo para que el cabello nos tapara el rostro.

Cuando por fin estábamos en el bosque, camino a casa, me lo confesó:

-Todo esto es culpa mía. Yo les dije lo que somos. Pensé que nos ayudarían, pero sólo buscaban su beneficio personal. Quieren torturarnos haciendo experimentos con nosotros para poder mejorar su calidad de vida. Ya saben que por algún misterio de la creación nuestras células se reproducen extrañamente y nos hacen permanecer por siempre jóvenes. Ahora estamos condenados a huir toda la eternidad.

(escrito por Ana Paula Álvarez)

Ventisca

Hay una región de mi universo.
Un agudo sentir, que desgarra las
entrañas.

La ventisca parte el ansiado equilibrio,
que me sostiene.
Y millares de aromas se quedan en
el cuarto,
delatando tu presencia.

En mis pliegues corporales, hacen su nido
térmicas y húmedas secuencias que navegan
en tu lengua hacia la rosa
en sincronía salival,

y se queda tu impronta
sostenida en los rincones de la ausencia
que es susurro de aliento suspendido. . .

(poema escrito por María Cristina González)

miércoles, 18 de junio de 2008

El Casamiento

El aviso del diario era preciso, pedía “chef con experiencia”. La empresa era seria y prometedora, seguramente sería un buen sueldo. Enseguida pensé en mi primo, dueño de una escuela de cocineros, quien podría inventar fácilmente algún trabajo mío allí. Eso siempre y cuando llamasen para verificar datos, aunque rara vez lo hacen, tal vez, porque son muy confiados. Luego agregué al curriculum un par de restaurantes de la costa, de esos que ya no existen, y asunto terminado, el puesto era mío. ¡Cómo no!

“¿Gutierrez?” preguntó con voz finita la secretaria, unos veinte minutos después del horario acordado para la entrevista. Debo admitir que por más acostumbrado que estoy a estas situaciones el corazón me latía más rápido, las manos me sudaban, igual que en la escuela, cuando levantaba la mano para dar la lección sin haber leído ni media página. El grato recuerdo dibujó una semisonrisa en mi rostro y me dio la confianza final.

Todo fue mucho más fácil de lo imaginado, hasta aburrido diría. Un hombre alto y calvo, ya harto de hacer entrevistas me preguntó si era algo de los Gutierrez de San Rafael y si tenía disponibilidad horaria. “Muy bien” dijo mientras se acomodaba en su asiento. “Empieza esta noche. Tenemos el casamiento de la hija de la Intendente y el chef encargado viajó de urgencia por problemas familiares. Usted deberá relevarlo en la dirección del servicio durante la fiesta.”
Me hubiera gustado ver mi cara en ese momento, no pude evitar la sorpresa, pensaba tener al menos unos días para ver a mi primo, tomar unas clases intensivas, leer algo al respecto, recordar las recetas que preparaba en el bar que alguna vez tuve. En ese momento pensé en inventar algo, algún compromiso importante, pero podía perder la oportunidad. Entonces se me escapó un “Bueno” en voz baja, tímido, que casi ni se escuchó.

-Necesitaría que alguien me diera antes los detalles -expliqué.

-No hace falta, hable con Jorge allí mismo y él lo pondrá al tanto. Deberá estar a las seis de la tarde en el Batallón.

-Pero… no pude terminar la frase, porque el extraño hombre había ya desaparecido.

Salí apurado pero sin saber por dónde empezar. Debía ir a ver a mi primo para recibir algunas instrucciones pero también necesitaba comprarme ropa adecuada. Finalmente, luego de varias vueltas por la ciudad buscando el traje y el gorro, logré estar a tiempo en el lugar de la fiesta, pero sin poder preparar nada. El tal Jorge no había llegado aún. La cocina era muy grande y estaba en completo silencio. Me sentí solo y pequeño allí. De pronto dos hombres musculosos entraron y me informaron que habían empezado a descargar el vino. Yo los mire con cara de asombro al principio, como sin saber qué hacer. Luego entró otro hombre haciendo ademanes que me sacó por la puerta principal de la cocina. Empezó a mostrarme el decorado del salón, las mesas, su distribución, se mostraba orgulloso de su trabajo.

-¿Cree que se complicará pasar con los carritos del plato principal? -me preguntó mostrándome los pasillos entre las mesas.

Yo le dije a Jorge que para mí era muy estrecho. Iba a explicarle que yo sólo era un reemplazante del chef, que por motivos de fuerza mayor no podía estar, pero dio un grito que hizo eco en el gran salón vacío. “¡Jorge!” Había llegado mi salvación. Al verme, se presentó rápidamente, y antes que pudiera preguntarle nada me dijo que no me preocupara, que él acomodaba bien las mesas para que pasen los carritos, que yo podía ir adentro para preparar la entrada fría y mantener los canapés suficientemente húmedos. Estaba a punto de preguntar cómo hacer eso, pero era algo que debía saber y no quería quedar en evidencia tan pronto.
Al volver, la cocina, lejos de lo solitaria que estaba cuando llegué, era un mundo de gente y bullicio. Las cajas de vino ya formaban una pared y seguían bajando más, las mujeres conversaban al lado de las bachas como disfrutando sus últimos momentos de ocio, las bandejas decoradas con grandes arreglos de frutas tropicales ocupaban todas las mesadas. Alguien se acercó y me reclamó:

- Las heladeras están apagadas, ¿dónde ponemos los postres?

- No los bajen aún -contesté, feliz de poder dar una orden sin titubear-, déjenlos en el camión hasta que se enfríen las heladeras.

- Ya los bajamos.

- ¡Pues súbanlos!

Empezaron a subir las cajas de crema helada chocándose con los que descargaban las entradas calientes. Eran muchachos de gran tamaño que ocupaban todo el ancho de las puertas. Las consultas no dejaban de sucederse: “Señor, los invitados están por llegar y la entrada caliente aún no entró al hornillo”. “Se ha caído agua sobre la fruta de una de las bandejas, ¿que hacemos?” “No hay quien muela el café, Raúl está enfermo”.

En ese momento entró Jorge, sin poder creer lo que veía: las bandejas sin alistar, los vinos aún en las cajas, un grupo de muchachos conversando porque nadie les había asignado tareas, las entradas calientes todavía frías, y las bebidas sin alcohol no estaban en sus jarras. Me miró de manera fulminante y empezó a dar algunas indicaciones al personal que se alborotaba cada vez más a nuestro alrededor. “Es que yo esperaba hablar contigo antes”, intenté justificarme, como si eso fuera a arreglar algo. Lo seguí para poder explicarle y lograr que me indicara más detalladamente lo que debía hacer. Entonces me llevó para atrás, donde nadie podía escucharnos y me preguntó qué quería lograr con esa actitud. Le conté rápidamente la situación, poniéndome en el papel de víctima, creyendo que así podría obtener su ayuda. Jorge era un hombre de unos cuarenta años, soltero y sin hijos seguramente, que había dedicado sus mejores años al oficio, sin lograr nunca que le reconocieran sus méritos. Había ascendido hasta asistente con gran esfuerzo. Era algo prepotente, pero bueno en el fondo. “Encárgate ahora de la preparación de los postres al menos, yo manejo el resto”, sentenció. Acepté encantado. Volvimos a la cocina y la organizadora general, una mujer realmente bella, y finamente maquillada, estaba buscando al chef para presentarle a unos funcionarios invitados que querían conocerlo y felicitarlo por la buena calidad y gusto de todo lo servido hasta el momento. Al salir de la cocina con ella sentí la mirada intrigada del personal y la bronca de Jorge. “A veces es injusta la vida”, habrá pensado.

Me entretuve un buen rato conversando con los invitados, inventando nombres exóticos para los platos que se servían. Al volver a la cocina otro organizador hablaba con Jorge reclamándole ya un atraso de 30 minutos en la salida del postre. Al verme llegar, Jorge directamente desapareció y tuve que mentir nuevamente al encargado, quien con su libreta y su lapicera en mano quería explicarme lo importante de respetar los horarios y los problemas que le estaba ocasionando.

Finalmente, logré que saliera la mitad de los postres con la crema helada semiderretida y la otra mitad más tarde, sin los cubiertos apropiados y sin el champagne, porque estaba tibio.

Mi compañero ya ni me hablaba, el personal me volvía loco con los reclamos, el organizador estaba furioso y amenazaba con no pagar el servicio. Nuestro jefe llamó por teléfono para hablar con Jorge, quien hacía violentos ademanes mientras le explicaba. Intuyo que le habló muy mal de mí. Los invitados hacían comentarios por lo bajo, según varias versiones de los mozos. Incluso hasta la novia vino a la cocina para hablar conmigo. El azar quiso que justo estuviera en el baño, y Jorge debió vérselas con ella. Pobre Jorge, no olvidará fácilmente ésta noche. Ni yo tampoco.

Al cabo de tres horas y media estaba agotado, había sudado hasta la última gota de transpiración, y no quería más que una ducha caliente y mi cama. En ese momento me di cuenta que no había comido ni bebido nada y lo último que sentí fue un leve mareo. Cuando logré despertar tenía enfrente a un enfermero que me tomaba el pulso. “Tranquilo, sufrió un desmayo pero no se ha lastimado”, me explicó. “¡Tuvo suerte!, cayó sobre la torta.”

(escrito por Marina Morán)

miércoles, 14 de mayo de 2008

Chocobar

Cierro la puerta de casa y empiezo a caminar. El día está húmedo y algo fresco, como es habitual en esta época del año. Lucía me ha de estar esperando en su casa. Necesito comprarle el chocolate prometido en el camino. Decido entonces doblar en la esquina y seguir por la Gran Avenida, en vez de tomar el camino que hago siempre, por las callecitas internas que son más tranquilas.

A las dos cuadras alcanzo a ver un gran cartel morado que me indica que allí se venden golosinas y acelero un poco el paso casi sin darme cuenta, como si el negocio se fuera a mover de allí. Entro y mientras recorro con la mirada la vitrina buscando los famosos chocobar, saco el billete azul y lo extiendo entre mis dedos. El vendendor atendía a una señora grandota que ahora se va con una bolsa llena de caramelos Sugus, “qué ricos eran” recordé. Es mi turno, pero siento algo raro entre las manos, y entonces me acuerdo. ¡Claro! ¡Cómo olvidar ese detalle! Miro el billete sin poder hacer nada, ya prácticamente se había desvanecido. Observo al vendedor, que no entiende nada al ver mi cara de “y ahora que”. Vuelvo a mirar el billete, ya no está, nada queda de él. Había olvidado por completo que hoy era unos de los días en que la plara se esfuma y sólo se usan tarjetas y monedas para pagar. Es increíble cómo uno se acostumbra a todo. A veces pienso que en realidad los pedacitos del papel suben al cielo hasta unirse con las nubes, como el agua que se evapora y, que un día de estos, nos va a llover toda la plata junta. ¿Qué sucedería?

No era posible ir sin el chocolate, no esta vez, y menos aun explicándole lo ocurrido, ya que no me creería. Todo el mundo sabe que en este país los días como hoy el dinero en papel se desintegra en pocos segundos al estar en contacto directo con la luz.

Salgo del local sin despedirme mientras trato de recordar si tengo encima la tarjeta, pero enseguida la encuentro en el bolsillo interno de la campera azul que tanto le gusta a Lucía. Sigo por la Gran Avenida ahora buscando un banco. “En la esquina”, me indica un vendedor ambulante. Extraigo un billete amarillo, es el mínimo monto que entregan estas máquinas, y lo guardo rápidamente en el bolsillo de atrás del pantalón, allí estará a salvo. Busco ahora un kiosco con ventanilla a la calle, de manera de poder irme rápidamente, antes que el kiosquero alcance a darse cuenta. Después de caminar varias cuadras veo uno enfrente.

Me concentro. Todo debe ser una gran maniobra, rápida y exacta. El kiosco está cerca de la esquina, puedo doblar ahí y perderme fácilmente entre la multitud. Cruzo la Gran Avenida, en realidad ya cambió de nombre y se llama La Avenida a secas, me acerco y trato de disimular los nervios, que deben notarse en mi cara. Nunca me gustó hacer este tipo de cosas, ni siquiera cuando era niño. El vendedor ahora me mira, en silencio, preguntándome con la mirada qué necesito. “Dos chocobar” le pido. Cuando están sobre el mostrador los miro bien, asegurándome que sean los de doble capa, y no una versión económica que salió hace poco. Saco el billete amarillo del bolsillo, lo dejo sobre el mostrador, cerca de los chocobar, que agarro con las dos manos y empiezo a caminar sin decir palabra, angustiado. Camino más rápido ahora, esperando escuchar al kiosquero o a un comprador gritarme algo desde atrás, echando a perder todo el plan, pero no escucho nada. Ya está, ya me fui. Tengo los chocobar. Doblo en la esquina y me pierdo entre la gente. Si es lo suficientemente rápido y astuto guardará el billete enseguida, antes que empiece a desaparecer.

(escrito por Marina Morán)

miércoles, 23 de abril de 2008

Llena de parches

La lana siempre me retrotrae al frío y a Lu. Su sonrisa amplia y aquella bufanda que me tejió porque yo adoro las bufandas y porque siempre le decía que eran como un brazo largo enroscado alrededor del cuello. Un abrazo que abriga, contiene, da cariño.
El día que conocí a Rodrigo estaba con ella. Rodrigo la miró largamente. Ella sonrió con sus dientes blanquísimos, él desvió la mirada y entonces me vio, miró la bufanda que llevaba colgada del cuello y me dijo:

-Lindo chal. ¿Lo tejiste vos?

Lucía se quedó callada y yo sin saber por que mentí:

–Sí, claro que lo tejí yo. Lucía enrojeció, pero la ignoré.

Una cosa llevó a la otra y nos pusimos a conversar, de la vida, la carrera, los temas de aquel momento, que no eran muchos. Él me gustó enseguida. El tipo clásico: alto, ojos verdes, cuerpo atlético. Sin embargo no entendía qué había hecho que se fijara en mí. Se lo pregunté:

–Te vi llena de parches.

Fue en ese momento que recordé a Lu. Pero ella había desaparecido y yo estaba tan abstraída en la conversación que no lo había notado. Rodrigo me tomó del brazo.

–Vení, vamos a un lugar más cómodo. No busques más a tu amiga. Está en otra mesa hablando con otras personas. Nos fuimos.

Ése fue el primer encuentro. Los demás vinieron uno tras otro sin descanso. Un día fuimos al Centro Cultural San Martín a ver una película japonesa, un homenaje a Ozu. ¡Un reverendo bodrio! Aclamada por los críticos y cultores del cine arte. A la salida comenté que me había parecido una película muy interesante con un desarrollo moroso pero cargado de sentido. Envalentonado por este comentario, él me invitó a ver un ciclo de cine checo en el Cosmos. Esa noche fuimos a comer a una parrilla porque Rodrigo amaba la carne.

–¿Parrillada para dos? –sugirió con una sonrisa.

Asentí como si comer chorizos, morcilla y riñón fuera lo mejor que pudiera sucederme esa noche. Finalmente pasó lo que ambos queríamos. Ese día, luego de coger como si fuera el primero, Rodrigo me miró por última vez. Supe que en ese instante había visto a través de todas mis mentiras. Estaba furioso. Pateó las sillas, la mesa y arrojó el celular contra el piso. Cerré los ojos y él me acorraló con ese abrazo contenedor, cariñoso y mortal.

(escrito por Loli)

lunes, 21 de abril de 2008

La cita

Colgó el teléfono mientras giraba para mirar el reloj de pared, justo detrás de él. La oficina de Correos y Telégrafos era silenciosa y fría a esa hora. Tenía tiempo suficiente para llegar a la casa de su amigo, “ocho y media en punto” le había dicho, porque luego debía salir.

Las recientes conversaciones con Lucrecia lo tenían por demás preocupado y necesitaba consultarle al respecto. Salió con paso apurado y corrió los últimos metros para alcanzar el colectivo.

Bajó en la parada de siempre y encaró las dos cuadras que debía caminar bajo una leve llovizna. José vivía en un edificio viejo, no muy alto, con paredes manchadas por el tiempo y abundantes plantas de todo tipo en sus balcones. Él era su amigo de la infancia, allá en el barrio de Flores. Se conocían desde hacía más de veinte años. Tocó el portero eléctrico dos veces seguidas y como nadie contestó se apoyó contra el vidrio de la puerta mirando hacia el interior y buscando al portero sentado en su silla de plástico. Debió esperar unos segundos hasta que el hombre levantó la vista del crucigrama del diario y lo vio. Rápidamente se levantó a abrirle. Le caía bien. Lo saludó apuradamente, evitando así el comentario obligado sobre el partido de la tarde.

Al llegar a la puerta C, en el segundo piso, tocó dos veces el timbre y golpeó la puerta inmediatamente. Nadie salió a recibirlo. No podía creer que se hubiese ido. Miró la hora, quizás el reloj de la oficina estaba atrasado. Eran las ocho y treinta y cuatro. Lo llamó al teléfono móvil, preguntándose porque estaba tan inquieto, y lo atendió el contestador automático. Metió las manos en el sobretodo y empezó a dar vueltas en el hall, impaciente.

En ese momento, vio la puerta de al lado entreabierta, se asomó pero todo estaba oscuro y silencioso. De pronto sintió un escalofrío. Se preguntó si le habría pasado algo al “niño bien”, como solía llamar José a su nuevo vecino, un joven malcriado de mamá y papá. ¿Estaría ayudándolo con algo? Podría gritarle desde aquí, pensó. Si bien su amigo nunca se relacionaba con los vecinos, podrían haberlo llamado, pero ¿por qué estaba todo oscuro?, ¿y la puerta abierta?, ha debido de ser una emergencia y no alcanzaron a cerrarla, siguió especulando. Se acercó aún más, como queriendo escuchar algo. ¡Un secuestro! imaginó de repente, los tienen a los dos metidos en el departamento de José, y en estos momentos deben estar haciendo la llamada a los padres, seguro, con todo el dinero que tienen era de esperarse.

Estaba ya decidido a llamar a la policía pero un portazo lo sobresaltó. Era un viejo canoso y petiso que había cerrado la puerta de otro departamento. Al verlo, el viejo se asustó como si se hubiera visto a un ladrón y se dirigió dando pasos cortitos y apresurados hasta el ascensor, y desapareció.

Sin cuestionarse bien porqué, se le ocurrió entonces que el viejo podría saber dónde estaba José y decidió seguirlo. Bajó las escaleras dando grandes saltos, movido más por el absurdo que por la certeza. Una vez en la calle miró para ambos lados y alcanzó a ver al viejo dando la vuelta en la esquina de San Martín. Empezó a correrlo hasta que lo alcanzó. Lo tomó del hombro y lo giró hacia él. Comenzó a hacerle gestos ya que no podía hablarle por la falta de aire. El hombre lo miró con verdadera sorpresa. Pero antes de que pudiera decir una palabra, sonó su teléfono y contestó:

-Hola.

-¡Hola! Soy José, ¿vas a venir? Acordate que tengo que salir a las nueve.

(escrito por Marina Morán)

viernes, 11 de abril de 2008

Un lienzo femenino


Me habría gustado conocerla, como sea;
después, desmentirla. . .
Me habría iluminado el hecho de admirarla
ignorando afirmaciones
de los doctos.
Y tener revelaciones compartidas. . .
Siento que vivo aprehendida de su obra
desde ella adivino su brumosa existencia
macerada flor;
ebria de madrugadas y frustraciones.
Un lienzo le abre las puertas
hacia las profundidades;
secuencias púrpuras, de traiciones y hastío.
No la redime el amor.
Solamente engrilla sus deseos. . .
Como la falaz estructura de su tiempo.
.
(escrito por María Cristina González)
(Obra: Autorretrato - Frida Kahlo)

martes, 8 de abril de 2008

Una hora

El año 1492 había sido especial para Castilla. Durante los pasados diez siglos, nuestro reino había estado dominado por los turcos, pero en poco tiempo, nosotros habíamos recuperado los últimos rincones de nuestro territorio.

Para nosotras las mujeres era una época difícil. Para las niñas, tanto las del pueblo como las del gran mundo, los saberes estaban limitados al universo doméstico, los que se adquirían en la casa, junto a la madre. Estas enseñanzas eran las que mantenían y salvaguardaban los hogares cristianos.

Afortunadamente, mi caso era distinto. Mi padre veía como algo muy importante que la mujer recibiera, al menos, mínimos conocimientos, sobre todo si estaba cerca del poder. Por eso, me educaron e instruyeron en lenguas, literatura, matemáticas y las artes de la política. Asimismo, las costumbres diplomáticas para realizar negocios no tenían secretos para mí, ya que mi padre me obligaba a presenciarlas.

Al llegar a mis 18 años, se concertó mi matrimonio con el Príncipe Fernando de Aragón y así nuestra corona lograría unir a las dos provincias más importantes de la península.

Cuando llego el día de la boda, pude verlo y charlar con él por primera vez. Dejaba bastante que desear físicamente, pero lo peor fue cuando emitió sonido. Con la primera palabra que llegó a mis oídos distinguí claramente que su nivel cultural era menor al de un chimpancé.

Mi padre no escuchó queja alguna de mi parte. Las reprimí todas. Sabía que era lo mejor para nuestro reinado y que algún día tendría mi oportunidad.

Sin embargo, ese silencio me fue generando una batalla interna, una dualidad en mis pensamientos cada vez más acentuada.

A menudo sostenía conversaciones conmigo misma frente al espejo sobre cuál hubiese sido la mejor estrategia para ganar una batalla o para recaudar más impuestos.

Después de mi casamiento, la muerte de nuestros padres convirtió a mi marido en el Rey de España. Fue en una fiesta que se celebró en Andorra. Allí me descontrolé. No pude soportar como alguien echara por la borda todo un reino y perdiera una gran e importante batalla solamente por satisfacer sus deseos carnales, y encima con otra mujer.

Sentí que se perdía toda mi cordura y mi lado más oscuro tomó el control.

–Una hora, debe esperar –dijo el boticario.

Tomé el polvo y lo escondí dentro de la cruz hueca de mi collar. Me dirigí al salón para saludar a los invitados.

Todos festejaban el gran descubrimiento. Habían encontrado un nuevo camino a las Indias y Colón, su conquistador, había regresado con oro y especies desde el otro lado del horizonte.

Ofrecí un brindis en honor al Rey y su hallazgo. Vertí el vino en ambas copas, su color era rojo como la sangre.

Le ofrecí la copa a mi esposo. Todavía tenía una leve espuma sobre la superficie. Respiró hondo y, de un sorbo, lo bebió. Estaba hecho.

Una hora después era yo quien festejaba.

(escrito por Fernando Reyes)

Oídos sordos

- ¡Niko! ¡Al frente!

Sus manos sudaban. Hoy era su turno. Le tocaba a él dar la clase especial. El tema sorteado era geografía evolutiva en el planeta tierra. Sabía de sus problemas para hablar en público y que, para poder pasar dignamente ese día, debía estar más que bien preparado. Estaba clarísimo que a sus compañeros no les importaba nada sobre la materia y harían oídos sordos sin prestar la menor atención a lo que tenía que decir, pero le temblaban las piernas. No podía empezar. Parecía que las largas noches que había dedicado a preparar su trabajo habían sido en vano, como siempre.

Al fin salió la voz, aunque entrecortada. Se le escapó una lágrima e hizo fuerza para que no la siguieran otras. Logró contenerse trasladándose con su mente a otro lugar.

Pensó en cómo se divertía yendo a recoger corales al mar, recordó su calma e inmensidad y cómo el concentrarse en la respiración lo ayudaba cuando algún gran pez le daba un susto. En aquellos casos tenía que evitar salir disparado a la superficie porque eso implicaba grandes riesgos, sobre todo cuando uno llevaba una escafandra. Pensó lo hermoso que sería poder bucear en las aguas del océano Pacífico. Y justamente de aquella región estaba hablando. Las palabras a esa altura brotaban solas. Finalmente, las largas noches de desvelo daban sus frutos. El entusiasmo se apoderó de él. Ya no le importaba quién estaba allí.

Y fue entonces cuando sucedió. El ruido fue ensordecedor. Niko quedó tambaleando, mareado y confuso. Los útiles se el resbalaron de las manos. Miró a su alrededor. Todos estaban con la misma expresión de sorpresa y temor. A todos les sangraban los oídos. Se tocó los suyos y los notó húmedos y pegajosos, se miró las manos y se dio cuenta que los suyos también. El ruido acabó. Seguido por un inquietante silencio. Nadie sabía que hacer.

Niko salió del aula, corrió a la calle y se encontró con otros como él. Todos con la misma expresión de confusión y pánico. Todos con sangre que salía de los oídos.

Su clase especial sería recordada por sus compañeros de por vida. Ése fue el último día que alguien escuchó algo.

(escrito por Ana Paula Álvarez)

martes, 25 de marzo de 2008

Analogía

Al errar por las lentas galerías
suelo sentir con vago horror sagrado
que soy el otro . . .

(Poema de los dones, Jorge Luis Borges)

Exploro con su báculo indeciso en mí,
me desafía a entender los signos
y el mensaje.
Y como él me aferro
a la búsqueda de lo insondable
y los misterios.

No acertamos a encontrar el modo
o el camino.
Me adentro en la noche (su noche)
para luchar en el círculo
contra serpientes y centauros
y así domeñar la soledad que nos iguala.

Poder reciclar los silencios,
no temer a los espejos,
buscar y encontrar la otra clave . . .
.
(escrito por María Cristina González)

viernes, 21 de marzo de 2008

Eclipse verbal

El día del eclipse lunar había arreglado con Fabi para encontrarnos. Era miércoles y, aunque nos veríamos el jueves en el instituto, le dije que pasaba por su casa a las ocho y media.

Cuando llegué, toqué el 1° A pero ella no contestó. Carlos, el portero, estaba charlando en la puerta con un vecino y me hizo pasar.

Subí por la escalera al primer piso porque el edificio de Fabi no tiene ascensor. Enseguida vi la puerta del 1°B entreabierta. Por la rendija alcancé a ver que había sangre en el piso y el olor nauseabundo que salía de adentro anuló el resto de mis sentidos. Cerré los ojos.

Cuando los abrí, habían transcurrido dos horas y Fabi seguía sin aparecer. Sentía un inexplicable cansancio en todo el cuerpo, pero sobre todo, un temor extraño, interior y súbito. El miedo se me trepaba desde la punta de los dedos, subiendo por mis piernas como un reptil, hasta enroscarse en el cuello y dejarme sin aire. Pensé que lo mejor sería regresar a casa. Cuando viera a Fabi al día siguiente, me contaría lo que había sucedido. Sí. Iba a ser mejor. Huí.

En la puerta tuve la imprudencia de tropezar y llamar estúpidamente la atención. Casi derribo a Carlos quien, con voz temblona, me preguntó si Fabi estaba en su casa. Sin mirarlo le dije que no y seguí caminando hasta mi casa. Estaba muda. Fabi. Ella sabía. Ella me iba a contar al día siguiente lo que había visto y no recordaba.


(escrito por Loli)

La puerta

‒¿Qué hago acá? ¡Estoy perdiendo el tiempo! ‒dijo, nervioso, Manuel.

La cola hasta la ventanilla era para unas cuantas horas de espera.

‒Relajate muchacho ‒dijo el viejo‒, ¿porqué estás tan inquieto?

‒Estoy preocupado por mi amigo que no apareció.

Manuel comenzó a relatar lo que había ocurrido:

Había quedado en encontrarme en su casa para charlar de nuestro viaje a Perú el próximo verano. Como el edificio donde vive queda cerca de mi trabajo fui caminando hasta allá. El barrio es una zona arbolada con calle de adoquines, poco iluminada y con edificios viejos. Al llegar a la entrada del edificio, toqué el timbre pero nadie atendió. El portero me conoció enseguida, me hizo pasar y me ofreció esperar adentro.

Después del intercambio habitual de bromas entre hinchas de fútbol contrarios, me tomé el ascensor hasta el piso trece y lo esperé fuera.

Cuando llegué al palier, me percaté de que la puerta de mi amigo estaba entreabierta y lo único que se alcanzaba a ver era la oscuridad del interior.

Se escuchaba un ruido como de pasos, llamé pero nadie atendió. Supuse que sería alguna de sus mascotas y que mi amigo no tardaría en llegar.

Tras quince minutos, cuando ya estaba aburrido de esperar, me decidí a entrar.

Estaba abriendo la puerta, cuando escuché que una vecina salía de otro departamento detrás de mí. Giré para verla.

Intercambiamos un saludo amable, pero cuando centró su mirada en el interior de la casa de mi amigo, pegó un grito de pánico y salió corriendo.

Después, escuché algo que salía por la puerta y, de repente, alguien apagó la luz.



‒¡Número 47! ‒se escuchó por el altoparlante‒ ¡47 por favor, no tengo toda la vida!

‒Disculpe ‒le dijo al viejo.

Manuel se aproximó a la ventanilla donde leyó un cartel que dicía: ”San Pedro, atención al Público de 9 a 18 hs”.

‒Llegué justo‒ pensó el muchacho.

(escrito por Fernando Reyes)

Tenía razón

34º. Me están aplastando. Odio caminar al rayo del sol pero no hay colectivos que vayan de mi casa a la suya. Dijo que tenía algo importante que contarme y cancelé el cine con la pelirroja esa que conocí en 'La viruta'. Me pareció notar cierta urgencia en su voz. Ahora llego y nadie contesta el portero. En la calle, todo el calor acumulado de este horno llamado 'Buenos Aires'. Irónico, sobretodo en un día donde lo que falta es el aire. Por suerte conozco al portero y me deja pasar. Adentro está mejor. Subo los ocho pisos de ascensor y encaro desganado la escalera. Toco el timbre. ¿Quién sabe? Quizás contesta. Nada. Otra vez… ¡Puf! Me siento en el piso, la espalda contra la pared fría.

Y la veo. La puerta del departamento de al lado. Está entreabierta. Por la hendidura, sólo oscuridad y silencio.

Claro –pienso– con lo boluda que es la dueña, no me sorprende.

A mi amigo nunca le conté en realidad. Parecía imposible tamaña coincidencia. Pero sí, era ella nomás. Cuando Nacho me habló de su vecina con un tono de voz que ya conozco, le dije:

–No, con alguien que vive al lado ni en pedo se te ocurra pensar en nada.

Lo que no le conté es que a mí ese día en el Konex se me habían ocurrido muchas cosas. Y después de la segunda botella de champagne, nos fuimos juntos. Fue una más pero diferente. Algo en su mirada. Y la voz. Cuando hablé de llamar un taxi 'para que no tomes frío', me miró. Fue un segundo. Después los labios tensos en una sonrisa demasiado forzada, la voz unos tonos más aguda, encaró para la puerta levantando el celular y las llaves al pasar.

La seguí con la mirada pensando que no iba a poder volver a llamarla.

–Lástima que me gustó –dijo una voz en mi cabeza, uno de tantos que viven en mí.

–No, basta ya de eso –contestó otra, esa que siempre termina ganando.

–¿Por qué tuve que decir lo del taxi? –insistió la primera con su cantinela débil, vulnerable. Pero nunca le hago caso.

De pronto un ruido me trajo de vuelta al presente. Miré la puerta. Nada. Chequeé la hora. De nuevo. Esta vez más fuerte. Un grito de mujer.

–¡No, boludo! ¡Qué te vas a meter ahí adentro! –me recriminó mi otro yo pero ya estaba levantado y empujando la puerta.

–Necesita ayuda –le contesté.

Caminé a tientas por el pasillo a oscuras, solo al final se deslizaba un rayo de luz por el resquicio de una puerta. Otro gemido y empecé a correr. Me arrojé sobre la manija y tiré con tanta fuerza que cuando se abrió, me desestabilizó y caí. Cuando escuché la voz de él, ya era demasiado tarde. Hecho un nudo de piernas y brazos en el piso, sólo pude mirarlos. Por un segundo, noté que sus ojos no eran fríos esta vez, habían cambiado de color. En cuatro patas al principio, en dos después emprendí la retirada. Y todo el camino hasta la salida, escuché la voz que una vez más repetía:

–No ves, boludo, que es siempre igual. Cuantas veces te lo tengo que decir.

(escrito por Florencia Velasco)

miércoles, 23 de enero de 2008

Expresión creativa a través de la palabra

Las clases constan de tres módulos:

1/ Módulo I: Ejercicios de estimulación de la creatividad

Corresponde a una instancia en que las normas de la escritura no aparecen. Es un momento de experimentación y generación de incentivos que permitan eliminar los bloqueos creativos. Se aprovechan al máximo las percepciones sensoriales de todo tipo y se busca la apertura de la mente, liberada de los pensamientos estructurados o estereotipados.
A partir de una consigna precisa, se guía la imaginación y se la estimula para luego aplicarla en un texto escrito.


2/ Módulo II: Producción de textos

En esta fase de producción, se generan textos a partir de la consigna anterior. Se trabaja en un formato específico (puede ser un texto narrativo, poético, dramático, etc) según la propuesta. De este modo se vincula lo creativo a ciertas estructuras. Para esto se plantean características propias de ese formato.

3/ Módulo III: Corrección, limpieza y reelaboración de textos

Esta última etapa corresponde al trabajo sobre la producción escrita. Se corrige la redacción, puntuación y ortografía. Se eliminan las repeticiones innecesarias y se sustituyen construcciones estereotipadas por formas más personales. El objetivo es encontrar un estilo propio, una voz particular con la cual cada uno se sienta a gusto y que pueda ir perfeccionándose a medida que se producen otros textos posteriores.