martes, 25 de marzo de 2008

Analogía

Al errar por las lentas galerías
suelo sentir con vago horror sagrado
que soy el otro . . .

(Poema de los dones, Jorge Luis Borges)

Exploro con su báculo indeciso en mí,
me desafía a entender los signos
y el mensaje.
Y como él me aferro
a la búsqueda de lo insondable
y los misterios.

No acertamos a encontrar el modo
o el camino.
Me adentro en la noche (su noche)
para luchar en el círculo
contra serpientes y centauros
y así domeñar la soledad que nos iguala.

Poder reciclar los silencios,
no temer a los espejos,
buscar y encontrar la otra clave . . .
.
(escrito por María Cristina González)

viernes, 21 de marzo de 2008

Eclipse verbal

El día del eclipse lunar había arreglado con Fabi para encontrarnos. Era miércoles y, aunque nos veríamos el jueves en el instituto, le dije que pasaba por su casa a las ocho y media.

Cuando llegué, toqué el 1° A pero ella no contestó. Carlos, el portero, estaba charlando en la puerta con un vecino y me hizo pasar.

Subí por la escalera al primer piso porque el edificio de Fabi no tiene ascensor. Enseguida vi la puerta del 1°B entreabierta. Por la rendija alcancé a ver que había sangre en el piso y el olor nauseabundo que salía de adentro anuló el resto de mis sentidos. Cerré los ojos.

Cuando los abrí, habían transcurrido dos horas y Fabi seguía sin aparecer. Sentía un inexplicable cansancio en todo el cuerpo, pero sobre todo, un temor extraño, interior y súbito. El miedo se me trepaba desde la punta de los dedos, subiendo por mis piernas como un reptil, hasta enroscarse en el cuello y dejarme sin aire. Pensé que lo mejor sería regresar a casa. Cuando viera a Fabi al día siguiente, me contaría lo que había sucedido. Sí. Iba a ser mejor. Huí.

En la puerta tuve la imprudencia de tropezar y llamar estúpidamente la atención. Casi derribo a Carlos quien, con voz temblona, me preguntó si Fabi estaba en su casa. Sin mirarlo le dije que no y seguí caminando hasta mi casa. Estaba muda. Fabi. Ella sabía. Ella me iba a contar al día siguiente lo que había visto y no recordaba.


(escrito por Loli)

La puerta

‒¿Qué hago acá? ¡Estoy perdiendo el tiempo! ‒dijo, nervioso, Manuel.

La cola hasta la ventanilla era para unas cuantas horas de espera.

‒Relajate muchacho ‒dijo el viejo‒, ¿porqué estás tan inquieto?

‒Estoy preocupado por mi amigo que no apareció.

Manuel comenzó a relatar lo que había ocurrido:

Había quedado en encontrarme en su casa para charlar de nuestro viaje a Perú el próximo verano. Como el edificio donde vive queda cerca de mi trabajo fui caminando hasta allá. El barrio es una zona arbolada con calle de adoquines, poco iluminada y con edificios viejos. Al llegar a la entrada del edificio, toqué el timbre pero nadie atendió. El portero me conoció enseguida, me hizo pasar y me ofreció esperar adentro.

Después del intercambio habitual de bromas entre hinchas de fútbol contrarios, me tomé el ascensor hasta el piso trece y lo esperé fuera.

Cuando llegué al palier, me percaté de que la puerta de mi amigo estaba entreabierta y lo único que se alcanzaba a ver era la oscuridad del interior.

Se escuchaba un ruido como de pasos, llamé pero nadie atendió. Supuse que sería alguna de sus mascotas y que mi amigo no tardaría en llegar.

Tras quince minutos, cuando ya estaba aburrido de esperar, me decidí a entrar.

Estaba abriendo la puerta, cuando escuché que una vecina salía de otro departamento detrás de mí. Giré para verla.

Intercambiamos un saludo amable, pero cuando centró su mirada en el interior de la casa de mi amigo, pegó un grito de pánico y salió corriendo.

Después, escuché algo que salía por la puerta y, de repente, alguien apagó la luz.



‒¡Número 47! ‒se escuchó por el altoparlante‒ ¡47 por favor, no tengo toda la vida!

‒Disculpe ‒le dijo al viejo.

Manuel se aproximó a la ventanilla donde leyó un cartel que dicía: ”San Pedro, atención al Público de 9 a 18 hs”.

‒Llegué justo‒ pensó el muchacho.

(escrito por Fernando Reyes)

Tenía razón

34º. Me están aplastando. Odio caminar al rayo del sol pero no hay colectivos que vayan de mi casa a la suya. Dijo que tenía algo importante que contarme y cancelé el cine con la pelirroja esa que conocí en 'La viruta'. Me pareció notar cierta urgencia en su voz. Ahora llego y nadie contesta el portero. En la calle, todo el calor acumulado de este horno llamado 'Buenos Aires'. Irónico, sobretodo en un día donde lo que falta es el aire. Por suerte conozco al portero y me deja pasar. Adentro está mejor. Subo los ocho pisos de ascensor y encaro desganado la escalera. Toco el timbre. ¿Quién sabe? Quizás contesta. Nada. Otra vez… ¡Puf! Me siento en el piso, la espalda contra la pared fría.

Y la veo. La puerta del departamento de al lado. Está entreabierta. Por la hendidura, sólo oscuridad y silencio.

Claro –pienso– con lo boluda que es la dueña, no me sorprende.

A mi amigo nunca le conté en realidad. Parecía imposible tamaña coincidencia. Pero sí, era ella nomás. Cuando Nacho me habló de su vecina con un tono de voz que ya conozco, le dije:

–No, con alguien que vive al lado ni en pedo se te ocurra pensar en nada.

Lo que no le conté es que a mí ese día en el Konex se me habían ocurrido muchas cosas. Y después de la segunda botella de champagne, nos fuimos juntos. Fue una más pero diferente. Algo en su mirada. Y la voz. Cuando hablé de llamar un taxi 'para que no tomes frío', me miró. Fue un segundo. Después los labios tensos en una sonrisa demasiado forzada, la voz unos tonos más aguda, encaró para la puerta levantando el celular y las llaves al pasar.

La seguí con la mirada pensando que no iba a poder volver a llamarla.

–Lástima que me gustó –dijo una voz en mi cabeza, uno de tantos que viven en mí.

–No, basta ya de eso –contestó otra, esa que siempre termina ganando.

–¿Por qué tuve que decir lo del taxi? –insistió la primera con su cantinela débil, vulnerable. Pero nunca le hago caso.

De pronto un ruido me trajo de vuelta al presente. Miré la puerta. Nada. Chequeé la hora. De nuevo. Esta vez más fuerte. Un grito de mujer.

–¡No, boludo! ¡Qué te vas a meter ahí adentro! –me recriminó mi otro yo pero ya estaba levantado y empujando la puerta.

–Necesita ayuda –le contesté.

Caminé a tientas por el pasillo a oscuras, solo al final se deslizaba un rayo de luz por el resquicio de una puerta. Otro gemido y empecé a correr. Me arrojé sobre la manija y tiré con tanta fuerza que cuando se abrió, me desestabilizó y caí. Cuando escuché la voz de él, ya era demasiado tarde. Hecho un nudo de piernas y brazos en el piso, sólo pude mirarlos. Por un segundo, noté que sus ojos no eran fríos esta vez, habían cambiado de color. En cuatro patas al principio, en dos después emprendí la retirada. Y todo el camino hasta la salida, escuché la voz que una vez más repetía:

–No ves, boludo, que es siempre igual. Cuantas veces te lo tengo que decir.

(escrito por Florencia Velasco)