miércoles, 18 de junio de 2008

El Casamiento

El aviso del diario era preciso, pedía “chef con experiencia”. La empresa era seria y prometedora, seguramente sería un buen sueldo. Enseguida pensé en mi primo, dueño de una escuela de cocineros, quien podría inventar fácilmente algún trabajo mío allí. Eso siempre y cuando llamasen para verificar datos, aunque rara vez lo hacen, tal vez, porque son muy confiados. Luego agregué al curriculum un par de restaurantes de la costa, de esos que ya no existen, y asunto terminado, el puesto era mío. ¡Cómo no!

“¿Gutierrez?” preguntó con voz finita la secretaria, unos veinte minutos después del horario acordado para la entrevista. Debo admitir que por más acostumbrado que estoy a estas situaciones el corazón me latía más rápido, las manos me sudaban, igual que en la escuela, cuando levantaba la mano para dar la lección sin haber leído ni media página. El grato recuerdo dibujó una semisonrisa en mi rostro y me dio la confianza final.

Todo fue mucho más fácil de lo imaginado, hasta aburrido diría. Un hombre alto y calvo, ya harto de hacer entrevistas me preguntó si era algo de los Gutierrez de San Rafael y si tenía disponibilidad horaria. “Muy bien” dijo mientras se acomodaba en su asiento. “Empieza esta noche. Tenemos el casamiento de la hija de la Intendente y el chef encargado viajó de urgencia por problemas familiares. Usted deberá relevarlo en la dirección del servicio durante la fiesta.”
Me hubiera gustado ver mi cara en ese momento, no pude evitar la sorpresa, pensaba tener al menos unos días para ver a mi primo, tomar unas clases intensivas, leer algo al respecto, recordar las recetas que preparaba en el bar que alguna vez tuve. En ese momento pensé en inventar algo, algún compromiso importante, pero podía perder la oportunidad. Entonces se me escapó un “Bueno” en voz baja, tímido, que casi ni se escuchó.

-Necesitaría que alguien me diera antes los detalles -expliqué.

-No hace falta, hable con Jorge allí mismo y él lo pondrá al tanto. Deberá estar a las seis de la tarde en el Batallón.

-Pero… no pude terminar la frase, porque el extraño hombre había ya desaparecido.

Salí apurado pero sin saber por dónde empezar. Debía ir a ver a mi primo para recibir algunas instrucciones pero también necesitaba comprarme ropa adecuada. Finalmente, luego de varias vueltas por la ciudad buscando el traje y el gorro, logré estar a tiempo en el lugar de la fiesta, pero sin poder preparar nada. El tal Jorge no había llegado aún. La cocina era muy grande y estaba en completo silencio. Me sentí solo y pequeño allí. De pronto dos hombres musculosos entraron y me informaron que habían empezado a descargar el vino. Yo los mire con cara de asombro al principio, como sin saber qué hacer. Luego entró otro hombre haciendo ademanes que me sacó por la puerta principal de la cocina. Empezó a mostrarme el decorado del salón, las mesas, su distribución, se mostraba orgulloso de su trabajo.

-¿Cree que se complicará pasar con los carritos del plato principal? -me preguntó mostrándome los pasillos entre las mesas.

Yo le dije a Jorge que para mí era muy estrecho. Iba a explicarle que yo sólo era un reemplazante del chef, que por motivos de fuerza mayor no podía estar, pero dio un grito que hizo eco en el gran salón vacío. “¡Jorge!” Había llegado mi salvación. Al verme, se presentó rápidamente, y antes que pudiera preguntarle nada me dijo que no me preocupara, que él acomodaba bien las mesas para que pasen los carritos, que yo podía ir adentro para preparar la entrada fría y mantener los canapés suficientemente húmedos. Estaba a punto de preguntar cómo hacer eso, pero era algo que debía saber y no quería quedar en evidencia tan pronto.
Al volver, la cocina, lejos de lo solitaria que estaba cuando llegué, era un mundo de gente y bullicio. Las cajas de vino ya formaban una pared y seguían bajando más, las mujeres conversaban al lado de las bachas como disfrutando sus últimos momentos de ocio, las bandejas decoradas con grandes arreglos de frutas tropicales ocupaban todas las mesadas. Alguien se acercó y me reclamó:

- Las heladeras están apagadas, ¿dónde ponemos los postres?

- No los bajen aún -contesté, feliz de poder dar una orden sin titubear-, déjenlos en el camión hasta que se enfríen las heladeras.

- Ya los bajamos.

- ¡Pues súbanlos!

Empezaron a subir las cajas de crema helada chocándose con los que descargaban las entradas calientes. Eran muchachos de gran tamaño que ocupaban todo el ancho de las puertas. Las consultas no dejaban de sucederse: “Señor, los invitados están por llegar y la entrada caliente aún no entró al hornillo”. “Se ha caído agua sobre la fruta de una de las bandejas, ¿que hacemos?” “No hay quien muela el café, Raúl está enfermo”.

En ese momento entró Jorge, sin poder creer lo que veía: las bandejas sin alistar, los vinos aún en las cajas, un grupo de muchachos conversando porque nadie les había asignado tareas, las entradas calientes todavía frías, y las bebidas sin alcohol no estaban en sus jarras. Me miró de manera fulminante y empezó a dar algunas indicaciones al personal que se alborotaba cada vez más a nuestro alrededor. “Es que yo esperaba hablar contigo antes”, intenté justificarme, como si eso fuera a arreglar algo. Lo seguí para poder explicarle y lograr que me indicara más detalladamente lo que debía hacer. Entonces me llevó para atrás, donde nadie podía escucharnos y me preguntó qué quería lograr con esa actitud. Le conté rápidamente la situación, poniéndome en el papel de víctima, creyendo que así podría obtener su ayuda. Jorge era un hombre de unos cuarenta años, soltero y sin hijos seguramente, que había dedicado sus mejores años al oficio, sin lograr nunca que le reconocieran sus méritos. Había ascendido hasta asistente con gran esfuerzo. Era algo prepotente, pero bueno en el fondo. “Encárgate ahora de la preparación de los postres al menos, yo manejo el resto”, sentenció. Acepté encantado. Volvimos a la cocina y la organizadora general, una mujer realmente bella, y finamente maquillada, estaba buscando al chef para presentarle a unos funcionarios invitados que querían conocerlo y felicitarlo por la buena calidad y gusto de todo lo servido hasta el momento. Al salir de la cocina con ella sentí la mirada intrigada del personal y la bronca de Jorge. “A veces es injusta la vida”, habrá pensado.

Me entretuve un buen rato conversando con los invitados, inventando nombres exóticos para los platos que se servían. Al volver a la cocina otro organizador hablaba con Jorge reclamándole ya un atraso de 30 minutos en la salida del postre. Al verme llegar, Jorge directamente desapareció y tuve que mentir nuevamente al encargado, quien con su libreta y su lapicera en mano quería explicarme lo importante de respetar los horarios y los problemas que le estaba ocasionando.

Finalmente, logré que saliera la mitad de los postres con la crema helada semiderretida y la otra mitad más tarde, sin los cubiertos apropiados y sin el champagne, porque estaba tibio.

Mi compañero ya ni me hablaba, el personal me volvía loco con los reclamos, el organizador estaba furioso y amenazaba con no pagar el servicio. Nuestro jefe llamó por teléfono para hablar con Jorge, quien hacía violentos ademanes mientras le explicaba. Intuyo que le habló muy mal de mí. Los invitados hacían comentarios por lo bajo, según varias versiones de los mozos. Incluso hasta la novia vino a la cocina para hablar conmigo. El azar quiso que justo estuviera en el baño, y Jorge debió vérselas con ella. Pobre Jorge, no olvidará fácilmente ésta noche. Ni yo tampoco.

Al cabo de tres horas y media estaba agotado, había sudado hasta la última gota de transpiración, y no quería más que una ducha caliente y mi cama. En ese momento me di cuenta que no había comido ni bebido nada y lo último que sentí fue un leve mareo. Cuando logré despertar tenía enfrente a un enfermero que me tomaba el pulso. “Tranquilo, sufrió un desmayo pero no se ha lastimado”, me explicó. “¡Tuvo suerte!, cayó sobre la torta.”

(escrito por Marina Morán)