miércoles, 23 de abril de 2008

Llena de parches

La lana siempre me retrotrae al frío y a Lu. Su sonrisa amplia y aquella bufanda que me tejió porque yo adoro las bufandas y porque siempre le decía que eran como un brazo largo enroscado alrededor del cuello. Un abrazo que abriga, contiene, da cariño.
El día que conocí a Rodrigo estaba con ella. Rodrigo la miró largamente. Ella sonrió con sus dientes blanquísimos, él desvió la mirada y entonces me vio, miró la bufanda que llevaba colgada del cuello y me dijo:

-Lindo chal. ¿Lo tejiste vos?

Lucía se quedó callada y yo sin saber por que mentí:

–Sí, claro que lo tejí yo. Lucía enrojeció, pero la ignoré.

Una cosa llevó a la otra y nos pusimos a conversar, de la vida, la carrera, los temas de aquel momento, que no eran muchos. Él me gustó enseguida. El tipo clásico: alto, ojos verdes, cuerpo atlético. Sin embargo no entendía qué había hecho que se fijara en mí. Se lo pregunté:

–Te vi llena de parches.

Fue en ese momento que recordé a Lu. Pero ella había desaparecido y yo estaba tan abstraída en la conversación que no lo había notado. Rodrigo me tomó del brazo.

–Vení, vamos a un lugar más cómodo. No busques más a tu amiga. Está en otra mesa hablando con otras personas. Nos fuimos.

Ése fue el primer encuentro. Los demás vinieron uno tras otro sin descanso. Un día fuimos al Centro Cultural San Martín a ver una película japonesa, un homenaje a Ozu. ¡Un reverendo bodrio! Aclamada por los críticos y cultores del cine arte. A la salida comenté que me había parecido una película muy interesante con un desarrollo moroso pero cargado de sentido. Envalentonado por este comentario, él me invitó a ver un ciclo de cine checo en el Cosmos. Esa noche fuimos a comer a una parrilla porque Rodrigo amaba la carne.

–¿Parrillada para dos? –sugirió con una sonrisa.

Asentí como si comer chorizos, morcilla y riñón fuera lo mejor que pudiera sucederme esa noche. Finalmente pasó lo que ambos queríamos. Ese día, luego de coger como si fuera el primero, Rodrigo me miró por última vez. Supe que en ese instante había visto a través de todas mis mentiras. Estaba furioso. Pateó las sillas, la mesa y arrojó el celular contra el piso. Cerré los ojos y él me acorraló con ese abrazo contenedor, cariñoso y mortal.

(escrito por Loli)

lunes, 21 de abril de 2008

La cita

Colgó el teléfono mientras giraba para mirar el reloj de pared, justo detrás de él. La oficina de Correos y Telégrafos era silenciosa y fría a esa hora. Tenía tiempo suficiente para llegar a la casa de su amigo, “ocho y media en punto” le había dicho, porque luego debía salir.

Las recientes conversaciones con Lucrecia lo tenían por demás preocupado y necesitaba consultarle al respecto. Salió con paso apurado y corrió los últimos metros para alcanzar el colectivo.

Bajó en la parada de siempre y encaró las dos cuadras que debía caminar bajo una leve llovizna. José vivía en un edificio viejo, no muy alto, con paredes manchadas por el tiempo y abundantes plantas de todo tipo en sus balcones. Él era su amigo de la infancia, allá en el barrio de Flores. Se conocían desde hacía más de veinte años. Tocó el portero eléctrico dos veces seguidas y como nadie contestó se apoyó contra el vidrio de la puerta mirando hacia el interior y buscando al portero sentado en su silla de plástico. Debió esperar unos segundos hasta que el hombre levantó la vista del crucigrama del diario y lo vio. Rápidamente se levantó a abrirle. Le caía bien. Lo saludó apuradamente, evitando así el comentario obligado sobre el partido de la tarde.

Al llegar a la puerta C, en el segundo piso, tocó dos veces el timbre y golpeó la puerta inmediatamente. Nadie salió a recibirlo. No podía creer que se hubiese ido. Miró la hora, quizás el reloj de la oficina estaba atrasado. Eran las ocho y treinta y cuatro. Lo llamó al teléfono móvil, preguntándose porque estaba tan inquieto, y lo atendió el contestador automático. Metió las manos en el sobretodo y empezó a dar vueltas en el hall, impaciente.

En ese momento, vio la puerta de al lado entreabierta, se asomó pero todo estaba oscuro y silencioso. De pronto sintió un escalofrío. Se preguntó si le habría pasado algo al “niño bien”, como solía llamar José a su nuevo vecino, un joven malcriado de mamá y papá. ¿Estaría ayudándolo con algo? Podría gritarle desde aquí, pensó. Si bien su amigo nunca se relacionaba con los vecinos, podrían haberlo llamado, pero ¿por qué estaba todo oscuro?, ¿y la puerta abierta?, ha debido de ser una emergencia y no alcanzaron a cerrarla, siguió especulando. Se acercó aún más, como queriendo escuchar algo. ¡Un secuestro! imaginó de repente, los tienen a los dos metidos en el departamento de José, y en estos momentos deben estar haciendo la llamada a los padres, seguro, con todo el dinero que tienen era de esperarse.

Estaba ya decidido a llamar a la policía pero un portazo lo sobresaltó. Era un viejo canoso y petiso que había cerrado la puerta de otro departamento. Al verlo, el viejo se asustó como si se hubiera visto a un ladrón y se dirigió dando pasos cortitos y apresurados hasta el ascensor, y desapareció.

Sin cuestionarse bien porqué, se le ocurrió entonces que el viejo podría saber dónde estaba José y decidió seguirlo. Bajó las escaleras dando grandes saltos, movido más por el absurdo que por la certeza. Una vez en la calle miró para ambos lados y alcanzó a ver al viejo dando la vuelta en la esquina de San Martín. Empezó a correrlo hasta que lo alcanzó. Lo tomó del hombro y lo giró hacia él. Comenzó a hacerle gestos ya que no podía hablarle por la falta de aire. El hombre lo miró con verdadera sorpresa. Pero antes de que pudiera decir una palabra, sonó su teléfono y contestó:

-Hola.

-¡Hola! Soy José, ¿vas a venir? Acordate que tengo que salir a las nueve.

(escrito por Marina Morán)

viernes, 11 de abril de 2008

Un lienzo femenino


Me habría gustado conocerla, como sea;
después, desmentirla. . .
Me habría iluminado el hecho de admirarla
ignorando afirmaciones
de los doctos.
Y tener revelaciones compartidas. . .
Siento que vivo aprehendida de su obra
desde ella adivino su brumosa existencia
macerada flor;
ebria de madrugadas y frustraciones.
Un lienzo le abre las puertas
hacia las profundidades;
secuencias púrpuras, de traiciones y hastío.
No la redime el amor.
Solamente engrilla sus deseos. . .
Como la falaz estructura de su tiempo.
.
(escrito por María Cristina González)
(Obra: Autorretrato - Frida Kahlo)

martes, 8 de abril de 2008

Una hora

El año 1492 había sido especial para Castilla. Durante los pasados diez siglos, nuestro reino había estado dominado por los turcos, pero en poco tiempo, nosotros habíamos recuperado los últimos rincones de nuestro territorio.

Para nosotras las mujeres era una época difícil. Para las niñas, tanto las del pueblo como las del gran mundo, los saberes estaban limitados al universo doméstico, los que se adquirían en la casa, junto a la madre. Estas enseñanzas eran las que mantenían y salvaguardaban los hogares cristianos.

Afortunadamente, mi caso era distinto. Mi padre veía como algo muy importante que la mujer recibiera, al menos, mínimos conocimientos, sobre todo si estaba cerca del poder. Por eso, me educaron e instruyeron en lenguas, literatura, matemáticas y las artes de la política. Asimismo, las costumbres diplomáticas para realizar negocios no tenían secretos para mí, ya que mi padre me obligaba a presenciarlas.

Al llegar a mis 18 años, se concertó mi matrimonio con el Príncipe Fernando de Aragón y así nuestra corona lograría unir a las dos provincias más importantes de la península.

Cuando llego el día de la boda, pude verlo y charlar con él por primera vez. Dejaba bastante que desear físicamente, pero lo peor fue cuando emitió sonido. Con la primera palabra que llegó a mis oídos distinguí claramente que su nivel cultural era menor al de un chimpancé.

Mi padre no escuchó queja alguna de mi parte. Las reprimí todas. Sabía que era lo mejor para nuestro reinado y que algún día tendría mi oportunidad.

Sin embargo, ese silencio me fue generando una batalla interna, una dualidad en mis pensamientos cada vez más acentuada.

A menudo sostenía conversaciones conmigo misma frente al espejo sobre cuál hubiese sido la mejor estrategia para ganar una batalla o para recaudar más impuestos.

Después de mi casamiento, la muerte de nuestros padres convirtió a mi marido en el Rey de España. Fue en una fiesta que se celebró en Andorra. Allí me descontrolé. No pude soportar como alguien echara por la borda todo un reino y perdiera una gran e importante batalla solamente por satisfacer sus deseos carnales, y encima con otra mujer.

Sentí que se perdía toda mi cordura y mi lado más oscuro tomó el control.

–Una hora, debe esperar –dijo el boticario.

Tomé el polvo y lo escondí dentro de la cruz hueca de mi collar. Me dirigí al salón para saludar a los invitados.

Todos festejaban el gran descubrimiento. Habían encontrado un nuevo camino a las Indias y Colón, su conquistador, había regresado con oro y especies desde el otro lado del horizonte.

Ofrecí un brindis en honor al Rey y su hallazgo. Vertí el vino en ambas copas, su color era rojo como la sangre.

Le ofrecí la copa a mi esposo. Todavía tenía una leve espuma sobre la superficie. Respiró hondo y, de un sorbo, lo bebió. Estaba hecho.

Una hora después era yo quien festejaba.

(escrito por Fernando Reyes)

Oídos sordos

- ¡Niko! ¡Al frente!

Sus manos sudaban. Hoy era su turno. Le tocaba a él dar la clase especial. El tema sorteado era geografía evolutiva en el planeta tierra. Sabía de sus problemas para hablar en público y que, para poder pasar dignamente ese día, debía estar más que bien preparado. Estaba clarísimo que a sus compañeros no les importaba nada sobre la materia y harían oídos sordos sin prestar la menor atención a lo que tenía que decir, pero le temblaban las piernas. No podía empezar. Parecía que las largas noches que había dedicado a preparar su trabajo habían sido en vano, como siempre.

Al fin salió la voz, aunque entrecortada. Se le escapó una lágrima e hizo fuerza para que no la siguieran otras. Logró contenerse trasladándose con su mente a otro lugar.

Pensó en cómo se divertía yendo a recoger corales al mar, recordó su calma e inmensidad y cómo el concentrarse en la respiración lo ayudaba cuando algún gran pez le daba un susto. En aquellos casos tenía que evitar salir disparado a la superficie porque eso implicaba grandes riesgos, sobre todo cuando uno llevaba una escafandra. Pensó lo hermoso que sería poder bucear en las aguas del océano Pacífico. Y justamente de aquella región estaba hablando. Las palabras a esa altura brotaban solas. Finalmente, las largas noches de desvelo daban sus frutos. El entusiasmo se apoderó de él. Ya no le importaba quién estaba allí.

Y fue entonces cuando sucedió. El ruido fue ensordecedor. Niko quedó tambaleando, mareado y confuso. Los útiles se el resbalaron de las manos. Miró a su alrededor. Todos estaban con la misma expresión de sorpresa y temor. A todos les sangraban los oídos. Se tocó los suyos y los notó húmedos y pegajosos, se miró las manos y se dio cuenta que los suyos también. El ruido acabó. Seguido por un inquietante silencio. Nadie sabía que hacer.

Niko salió del aula, corrió a la calle y se encontró con otros como él. Todos con la misma expresión de confusión y pánico. Todos con sangre que salía de los oídos.

Su clase especial sería recordada por sus compañeros de por vida. Ése fue el último día que alguien escuchó algo.

(escrito por Ana Paula Álvarez)