El año 1492 había sido especial para Castilla. Durante los pasados diez siglos, nuestro reino había estado dominado por los turcos, pero en poco tiempo, nosotros habíamos recuperado los últimos rincones de nuestro territorio.
Para nosotras las mujeres era una época difícil. Para las niñas, tanto las del pueblo como las del gran mundo, los saberes estaban limitados al universo doméstico, los que se adquirían en la casa, junto a la madre. Estas enseñanzas eran las que mantenían y salvaguardaban los hogares cristianos.
Afortunadamente, mi caso era distinto. Mi padre veía como algo muy importante que la mujer recibiera, al menos, mínimos conocimientos, sobre todo si estaba cerca del poder. Por eso, me educaron e instruyeron en lenguas, literatura, matemáticas y las artes de la política. Asimismo, las costumbres diplomáticas para realizar negocios no tenían secretos para mí, ya que mi padre me obligaba a presenciarlas.
Al llegar a mis 18 años, se concertó mi matrimonio con el Príncipe Fernando de Aragón y así nuestra corona lograría unir a las dos provincias más importantes de la península.
Cuando llego el día de la boda, pude verlo y charlar con él por primera vez. Dejaba bastante que desear físicamente, pero lo peor fue cuando emitió sonido. Con la primera palabra que llegó a mis oídos distinguí claramente que su nivel cultural era menor al de un chimpancé.
Mi padre no escuchó queja alguna de mi parte. Las reprimí todas. Sabía que era lo mejor para nuestro reinado y que algún día tendría mi oportunidad.
Sin embargo, ese silencio me fue generando una batalla interna, una dualidad en mis pensamientos cada vez más acentuada.
A menudo sostenía conversaciones conmigo misma frente al espejo sobre cuál hubiese sido la mejor estrategia para ganar una batalla o para recaudar más impuestos.
Después de mi casamiento, la muerte de nuestros padres convirtió a mi marido en el Rey de España. Fue en una fiesta que se celebró en Andorra. Allí me descontrolé. No pude soportar como alguien echara por la borda todo un reino y perdiera una gran e importante batalla solamente por satisfacer sus deseos carnales, y encima con otra mujer.
Sentí que se perdía toda mi cordura y mi lado más oscuro tomó el control.
–Una hora, debe esperar –dijo el boticario.
Tomé el polvo y lo escondí dentro de la cruz hueca de mi collar. Me dirigí al salón para saludar a los invitados.
Todos festejaban el gran descubrimiento. Habían encontrado un nuevo camino a las Indias y Colón, su conquistador, había regresado con oro y especies desde el otro lado del horizonte.
Ofrecí un brindis en honor al Rey y su hallazgo. Vertí el vino en ambas copas, su color era rojo como la sangre.
Le ofrecí la copa a mi esposo. Todavía tenía una leve espuma sobre la superficie. Respiró hondo y, de un sorbo, lo bebió. Estaba hecho.
Una hora después era yo quien festejaba.
(escrito por Fernando Reyes)
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