lunes, 21 de abril de 2008

La cita

Colgó el teléfono mientras giraba para mirar el reloj de pared, justo detrás de él. La oficina de Correos y Telégrafos era silenciosa y fría a esa hora. Tenía tiempo suficiente para llegar a la casa de su amigo, “ocho y media en punto” le había dicho, porque luego debía salir.

Las recientes conversaciones con Lucrecia lo tenían por demás preocupado y necesitaba consultarle al respecto. Salió con paso apurado y corrió los últimos metros para alcanzar el colectivo.

Bajó en la parada de siempre y encaró las dos cuadras que debía caminar bajo una leve llovizna. José vivía en un edificio viejo, no muy alto, con paredes manchadas por el tiempo y abundantes plantas de todo tipo en sus balcones. Él era su amigo de la infancia, allá en el barrio de Flores. Se conocían desde hacía más de veinte años. Tocó el portero eléctrico dos veces seguidas y como nadie contestó se apoyó contra el vidrio de la puerta mirando hacia el interior y buscando al portero sentado en su silla de plástico. Debió esperar unos segundos hasta que el hombre levantó la vista del crucigrama del diario y lo vio. Rápidamente se levantó a abrirle. Le caía bien. Lo saludó apuradamente, evitando así el comentario obligado sobre el partido de la tarde.

Al llegar a la puerta C, en el segundo piso, tocó dos veces el timbre y golpeó la puerta inmediatamente. Nadie salió a recibirlo. No podía creer que se hubiese ido. Miró la hora, quizás el reloj de la oficina estaba atrasado. Eran las ocho y treinta y cuatro. Lo llamó al teléfono móvil, preguntándose porque estaba tan inquieto, y lo atendió el contestador automático. Metió las manos en el sobretodo y empezó a dar vueltas en el hall, impaciente.

En ese momento, vio la puerta de al lado entreabierta, se asomó pero todo estaba oscuro y silencioso. De pronto sintió un escalofrío. Se preguntó si le habría pasado algo al “niño bien”, como solía llamar José a su nuevo vecino, un joven malcriado de mamá y papá. ¿Estaría ayudándolo con algo? Podría gritarle desde aquí, pensó. Si bien su amigo nunca se relacionaba con los vecinos, podrían haberlo llamado, pero ¿por qué estaba todo oscuro?, ¿y la puerta abierta?, ha debido de ser una emergencia y no alcanzaron a cerrarla, siguió especulando. Se acercó aún más, como queriendo escuchar algo. ¡Un secuestro! imaginó de repente, los tienen a los dos metidos en el departamento de José, y en estos momentos deben estar haciendo la llamada a los padres, seguro, con todo el dinero que tienen era de esperarse.

Estaba ya decidido a llamar a la policía pero un portazo lo sobresaltó. Era un viejo canoso y petiso que había cerrado la puerta de otro departamento. Al verlo, el viejo se asustó como si se hubiera visto a un ladrón y se dirigió dando pasos cortitos y apresurados hasta el ascensor, y desapareció.

Sin cuestionarse bien porqué, se le ocurrió entonces que el viejo podría saber dónde estaba José y decidió seguirlo. Bajó las escaleras dando grandes saltos, movido más por el absurdo que por la certeza. Una vez en la calle miró para ambos lados y alcanzó a ver al viejo dando la vuelta en la esquina de San Martín. Empezó a correrlo hasta que lo alcanzó. Lo tomó del hombro y lo giró hacia él. Comenzó a hacerle gestos ya que no podía hablarle por la falta de aire. El hombre lo miró con verdadera sorpresa. Pero antes de que pudiera decir una palabra, sonó su teléfono y contestó:

-Hola.

-¡Hola! Soy José, ¿vas a venir? Acordate que tengo que salir a las nueve.

(escrito por Marina Morán)

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