miércoles, 14 de mayo de 2008

Chocobar

Cierro la puerta de casa y empiezo a caminar. El día está húmedo y algo fresco, como es habitual en esta época del año. Lucía me ha de estar esperando en su casa. Necesito comprarle el chocolate prometido en el camino. Decido entonces doblar en la esquina y seguir por la Gran Avenida, en vez de tomar el camino que hago siempre, por las callecitas internas que son más tranquilas.

A las dos cuadras alcanzo a ver un gran cartel morado que me indica que allí se venden golosinas y acelero un poco el paso casi sin darme cuenta, como si el negocio se fuera a mover de allí. Entro y mientras recorro con la mirada la vitrina buscando los famosos chocobar, saco el billete azul y lo extiendo entre mis dedos. El vendendor atendía a una señora grandota que ahora se va con una bolsa llena de caramelos Sugus, “qué ricos eran” recordé. Es mi turno, pero siento algo raro entre las manos, y entonces me acuerdo. ¡Claro! ¡Cómo olvidar ese detalle! Miro el billete sin poder hacer nada, ya prácticamente se había desvanecido. Observo al vendedor, que no entiende nada al ver mi cara de “y ahora que”. Vuelvo a mirar el billete, ya no está, nada queda de él. Había olvidado por completo que hoy era unos de los días en que la plara se esfuma y sólo se usan tarjetas y monedas para pagar. Es increíble cómo uno se acostumbra a todo. A veces pienso que en realidad los pedacitos del papel suben al cielo hasta unirse con las nubes, como el agua que se evapora y, que un día de estos, nos va a llover toda la plata junta. ¿Qué sucedería?

No era posible ir sin el chocolate, no esta vez, y menos aun explicándole lo ocurrido, ya que no me creería. Todo el mundo sabe que en este país los días como hoy el dinero en papel se desintegra en pocos segundos al estar en contacto directo con la luz.

Salgo del local sin despedirme mientras trato de recordar si tengo encima la tarjeta, pero enseguida la encuentro en el bolsillo interno de la campera azul que tanto le gusta a Lucía. Sigo por la Gran Avenida ahora buscando un banco. “En la esquina”, me indica un vendedor ambulante. Extraigo un billete amarillo, es el mínimo monto que entregan estas máquinas, y lo guardo rápidamente en el bolsillo de atrás del pantalón, allí estará a salvo. Busco ahora un kiosco con ventanilla a la calle, de manera de poder irme rápidamente, antes que el kiosquero alcance a darse cuenta. Después de caminar varias cuadras veo uno enfrente.

Me concentro. Todo debe ser una gran maniobra, rápida y exacta. El kiosco está cerca de la esquina, puedo doblar ahí y perderme fácilmente entre la multitud. Cruzo la Gran Avenida, en realidad ya cambió de nombre y se llama La Avenida a secas, me acerco y trato de disimular los nervios, que deben notarse en mi cara. Nunca me gustó hacer este tipo de cosas, ni siquiera cuando era niño. El vendedor ahora me mira, en silencio, preguntándome con la mirada qué necesito. “Dos chocobar” le pido. Cuando están sobre el mostrador los miro bien, asegurándome que sean los de doble capa, y no una versión económica que salió hace poco. Saco el billete amarillo del bolsillo, lo dejo sobre el mostrador, cerca de los chocobar, que agarro con las dos manos y empiezo a caminar sin decir palabra, angustiado. Camino más rápido ahora, esperando escuchar al kiosquero o a un comprador gritarme algo desde atrás, echando a perder todo el plan, pero no escucho nada. Ya está, ya me fui. Tengo los chocobar. Doblo en la esquina y me pierdo entre la gente. Si es lo suficientemente rápido y astuto guardará el billete enseguida, antes que empiece a desaparecer.

(escrito por Marina Morán)