viernes, 21 de marzo de 2008

Tenía razón

34º. Me están aplastando. Odio caminar al rayo del sol pero no hay colectivos que vayan de mi casa a la suya. Dijo que tenía algo importante que contarme y cancelé el cine con la pelirroja esa que conocí en 'La viruta'. Me pareció notar cierta urgencia en su voz. Ahora llego y nadie contesta el portero. En la calle, todo el calor acumulado de este horno llamado 'Buenos Aires'. Irónico, sobretodo en un día donde lo que falta es el aire. Por suerte conozco al portero y me deja pasar. Adentro está mejor. Subo los ocho pisos de ascensor y encaro desganado la escalera. Toco el timbre. ¿Quién sabe? Quizás contesta. Nada. Otra vez… ¡Puf! Me siento en el piso, la espalda contra la pared fría.

Y la veo. La puerta del departamento de al lado. Está entreabierta. Por la hendidura, sólo oscuridad y silencio.

Claro –pienso– con lo boluda que es la dueña, no me sorprende.

A mi amigo nunca le conté en realidad. Parecía imposible tamaña coincidencia. Pero sí, era ella nomás. Cuando Nacho me habló de su vecina con un tono de voz que ya conozco, le dije:

–No, con alguien que vive al lado ni en pedo se te ocurra pensar en nada.

Lo que no le conté es que a mí ese día en el Konex se me habían ocurrido muchas cosas. Y después de la segunda botella de champagne, nos fuimos juntos. Fue una más pero diferente. Algo en su mirada. Y la voz. Cuando hablé de llamar un taxi 'para que no tomes frío', me miró. Fue un segundo. Después los labios tensos en una sonrisa demasiado forzada, la voz unos tonos más aguda, encaró para la puerta levantando el celular y las llaves al pasar.

La seguí con la mirada pensando que no iba a poder volver a llamarla.

–Lástima que me gustó –dijo una voz en mi cabeza, uno de tantos que viven en mí.

–No, basta ya de eso –contestó otra, esa que siempre termina ganando.

–¿Por qué tuve que decir lo del taxi? –insistió la primera con su cantinela débil, vulnerable. Pero nunca le hago caso.

De pronto un ruido me trajo de vuelta al presente. Miré la puerta. Nada. Chequeé la hora. De nuevo. Esta vez más fuerte. Un grito de mujer.

–¡No, boludo! ¡Qué te vas a meter ahí adentro! –me recriminó mi otro yo pero ya estaba levantado y empujando la puerta.

–Necesita ayuda –le contesté.

Caminé a tientas por el pasillo a oscuras, solo al final se deslizaba un rayo de luz por el resquicio de una puerta. Otro gemido y empecé a correr. Me arrojé sobre la manija y tiré con tanta fuerza que cuando se abrió, me desestabilizó y caí. Cuando escuché la voz de él, ya era demasiado tarde. Hecho un nudo de piernas y brazos en el piso, sólo pude mirarlos. Por un segundo, noté que sus ojos no eran fríos esta vez, habían cambiado de color. En cuatro patas al principio, en dos después emprendí la retirada. Y todo el camino hasta la salida, escuché la voz que una vez más repetía:

–No ves, boludo, que es siempre igual. Cuantas veces te lo tengo que decir.

(escrito por Florencia Velasco)

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