miércoles, 2 de julio de 2008

Huida eterna

Me di cuenta de que estaba hecho un bollo y temblando como un niño. Escuché cerrarse la puerta, el ruido de las llaves al trabar el cerrojo y los pasos que se alejaban del otro lado. Suspiré aliviado.

Escuché una respiración agitada a mi lado y un murmuro mezclado con un sollozo. Traté de hablar, pero el nudo que tenía en la garganta no me lo permitió. Respiré hondo y exhalé. Volví a tomar aire buscando coraje y las palabras salieron:

-Mariano, ¿estás bien?

Mariano contestó algo incomprensible. Me incorporé, saqué las vendas de mis ojos y lo vi tendido en el suelo, llorando como un niño. Lo tranquilicé:

-Vamos a salir de esto. No todo está perdido.

Una brisa fría entraba por la ventana. Nos dirigimos a ella dándonos cuenta de que ésa era la salida, aunque estábamos a 30 metros del suelo.

Subimos a la cornisa. Cerré los ojos y me concentré en controlar el pánico que buscaba apoderarse de mí. No bajé la vista ni un segundo, sabía que de ello dependía mi éxito. Con la espalda pegada a la pared avancé hasta el cuarto contiguo. Podía sentir, a través de las ropas, todas las imperfecciones que las inclemencias del tiempo a lo largo de los años habían causado en la fachada del edificio. El corazón me latía con tanta rapidez que temí nos descubrieran.

En la habitación de al lado la ventana estaba abierta. Entramos, a oscuras cruzamos el cuarto hasta la puerta, olía a formol. Antes de girar el picaporte cerré fuertemente los ojos e imploré ayuda a un dios en quien nunca había creído. La manivela giró y la puerta se abrió. Respiré aliviado.

Salimos al pasillo y, sin darnos cuenta, estábamos bajando de a dos escalones por las escaleras de emergencia de la antigua construcción. Para ese entonces sólo importaba salir sin ser vistos.

El edificio era grande y la oscuridad de la noche no nos permitía encontrar la salida. Parecía un gran laberinto, donde se sucedían cuartos y más habitaciones sin sentido alguno. Quien había construido semejante castillo seguramente tenía una mente retorcida, que había plasmado a la perfección en su obra de arte. La sucesión de puertas parecía infinita. Daban lugar a todo tipo de cuartos con los más variados estilos y funcionalidades.

Pasamos a través de laboratorios, salones de baile, cuartos llenos de jaulas que contenían a las más diversas criaturas, salas de estar, etc. En cada cuarto que cruzábamos un nuevo escalofrío me surcaba la espalda.

De pronto, entramos a un pequeño teatro y nos detuvimos en seco. Nos miramos. No era necesario decir nada, ambos pensábamos lo mismo. Rápidamente nos cambiamos de ropa. Sabíamos que aún no nos estaban buscando y que, siendo varones nunca sospecharían de dos señoras saliendo de tan concurrido edificio. Yo me puse un vestido color verde que me tapaba completamente los pies y una peluca con hermosos bucles dorados. Mariano se puso un vestido con un estampado pastel y una larga cabellera morena.

Finalmente llegamos a la puerta. El conserje del edificio estaba galanteando con una señorita a la que claramente doblaba en edad, aunque dudo fuese así también en experiencia.

Respiramos hondo. Nos tomamos del brazo y salimos rápidamente mirando el suelo para que el cabello nos tapara el rostro.

Cuando por fin estábamos en el bosque, camino a casa, me lo confesó:

-Todo esto es culpa mía. Yo les dije lo que somos. Pensé que nos ayudarían, pero sólo buscaban su beneficio personal. Quieren torturarnos haciendo experimentos con nosotros para poder mejorar su calidad de vida. Ya saben que por algún misterio de la creación nuestras células se reproducen extrañamente y nos hacen permanecer por siempre jóvenes. Ahora estamos condenados a huir toda la eternidad.

(escrito por Ana Paula Álvarez)

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