miércoles, 16 de julio de 2008

Hasta el fin

Félix vivía en una casa rodeado de libros. Con él, Antonia. Ella cocinaba, limpiaba y ordenaba todos los días para Félix que pasaba sus días sumergido en el trabajo y en el libro de turno porque le gustaba mucho leer.

Esa tarde de junio, Antonia estaba encaramada en la biblioteca pasando el plumero a los estantes y una franela a cada libro. Libro por libro. Lo hacía con cuidado y devoción. Cuando estiró la mano para tomar un volumen que estaba en el estante más alto tropezó y cayó al piso.

Cayó boca abajo estrepitosamente. Félix la vio, la tomó en sus manos, le acarició el lomo con la yema de los dedos y pasó su nariz a centímetros de ella mientras la olía con fruición. La sorpresa los desconcertó a ambos porque ni bien reparó en las palabras… Toda vida es un pozo de soledad que va ahondándose con los años… la dejó deslizarse nuevamente hacia el piso. Ella cayó de espaldas cerrándose de un golpe seco.

Esta vez permaneció cerrada en sí misma mientras las letras y las palabras se mezclaban en combinaciones infinitas e imposibles. Él se quedó de pie junto a ella, mirándola con desconcierto. Ella hubiera querido que la tomara de nuevo entre sus manos, con ese gesto apasionado de antes, que le acariciara el lomo, que la oliera con deleite. Tenía que persuadirlo de que no la dejara, de que leyera en ella todo lo que tenía para decirle porque en verdad valía la pena.

Tenía que llevarla con él en el tren, dejar que lo acompañara todo el día y meterla con él en su cama. Tenía que estar pendiente de ella, de sus palabras y, también, de sus silencios. Quería quedar grabada a fuego en su alma. Ser la obsesión de sus días y sus noches, el motivo de su intriga y la razón de su alegría. Quería toda su atención posible y que no la soltara hasta llegar a la palabra “Fin”.

Félix, en efecto, quedó subyugado por su historia. La siguió, la llevó de aquí para allá, no paró hasta llegar a la última sílaba.

Esa noche después de dar un largo suspiro, tomó el teléfono y llamó a Claudia.

-Clau… amor… no sabés la novela que acabo de terminar de leer: un interesante viaje por la soledad y los sucesivos nacimientos en nuestra vida. Quiero pasártela. Mañana te la alcanzo al laburo. Te amo, amor.

(escrito por Loli)

miércoles, 2 de julio de 2008

Huida eterna

Me di cuenta de que estaba hecho un bollo y temblando como un niño. Escuché cerrarse la puerta, el ruido de las llaves al trabar el cerrojo y los pasos que se alejaban del otro lado. Suspiré aliviado.

Escuché una respiración agitada a mi lado y un murmuro mezclado con un sollozo. Traté de hablar, pero el nudo que tenía en la garganta no me lo permitió. Respiré hondo y exhalé. Volví a tomar aire buscando coraje y las palabras salieron:

-Mariano, ¿estás bien?

Mariano contestó algo incomprensible. Me incorporé, saqué las vendas de mis ojos y lo vi tendido en el suelo, llorando como un niño. Lo tranquilicé:

-Vamos a salir de esto. No todo está perdido.

Una brisa fría entraba por la ventana. Nos dirigimos a ella dándonos cuenta de que ésa era la salida, aunque estábamos a 30 metros del suelo.

Subimos a la cornisa. Cerré los ojos y me concentré en controlar el pánico que buscaba apoderarse de mí. No bajé la vista ni un segundo, sabía que de ello dependía mi éxito. Con la espalda pegada a la pared avancé hasta el cuarto contiguo. Podía sentir, a través de las ropas, todas las imperfecciones que las inclemencias del tiempo a lo largo de los años habían causado en la fachada del edificio. El corazón me latía con tanta rapidez que temí nos descubrieran.

En la habitación de al lado la ventana estaba abierta. Entramos, a oscuras cruzamos el cuarto hasta la puerta, olía a formol. Antes de girar el picaporte cerré fuertemente los ojos e imploré ayuda a un dios en quien nunca había creído. La manivela giró y la puerta se abrió. Respiré aliviado.

Salimos al pasillo y, sin darnos cuenta, estábamos bajando de a dos escalones por las escaleras de emergencia de la antigua construcción. Para ese entonces sólo importaba salir sin ser vistos.

El edificio era grande y la oscuridad de la noche no nos permitía encontrar la salida. Parecía un gran laberinto, donde se sucedían cuartos y más habitaciones sin sentido alguno. Quien había construido semejante castillo seguramente tenía una mente retorcida, que había plasmado a la perfección en su obra de arte. La sucesión de puertas parecía infinita. Daban lugar a todo tipo de cuartos con los más variados estilos y funcionalidades.

Pasamos a través de laboratorios, salones de baile, cuartos llenos de jaulas que contenían a las más diversas criaturas, salas de estar, etc. En cada cuarto que cruzábamos un nuevo escalofrío me surcaba la espalda.

De pronto, entramos a un pequeño teatro y nos detuvimos en seco. Nos miramos. No era necesario decir nada, ambos pensábamos lo mismo. Rápidamente nos cambiamos de ropa. Sabíamos que aún no nos estaban buscando y que, siendo varones nunca sospecharían de dos señoras saliendo de tan concurrido edificio. Yo me puse un vestido color verde que me tapaba completamente los pies y una peluca con hermosos bucles dorados. Mariano se puso un vestido con un estampado pastel y una larga cabellera morena.

Finalmente llegamos a la puerta. El conserje del edificio estaba galanteando con una señorita a la que claramente doblaba en edad, aunque dudo fuese así también en experiencia.

Respiramos hondo. Nos tomamos del brazo y salimos rápidamente mirando el suelo para que el cabello nos tapara el rostro.

Cuando por fin estábamos en el bosque, camino a casa, me lo confesó:

-Todo esto es culpa mía. Yo les dije lo que somos. Pensé que nos ayudarían, pero sólo buscaban su beneficio personal. Quieren torturarnos haciendo experimentos con nosotros para poder mejorar su calidad de vida. Ya saben que por algún misterio de la creación nuestras células se reproducen extrañamente y nos hacen permanecer por siempre jóvenes. Ahora estamos condenados a huir toda la eternidad.

(escrito por Ana Paula Álvarez)

Ventisca

Hay una región de mi universo.
Un agudo sentir, que desgarra las
entrañas.

La ventisca parte el ansiado equilibrio,
que me sostiene.
Y millares de aromas se quedan en
el cuarto,
delatando tu presencia.

En mis pliegues corporales, hacen su nido
térmicas y húmedas secuencias que navegan
en tu lengua hacia la rosa
en sincronía salival,

y se queda tu impronta
sostenida en los rincones de la ausencia
que es susurro de aliento suspendido. . .

(poema escrito por María Cristina González)