Ya habíamos terminado el asado que había hecho el abuelo y que, como siempre, era un manjar: cada trozo de carne se deshacía en la boca dando paso a un sin fin de sensaciones. La abuela retiró los platos y trajo una enorme bandeja llena de cerezas con cabo. Su aspecto era apetitoso. Apenas la apoyó en la mesa, una decena de manos, tantas como personas había en el salón, se abalanzaron sobre la fuente para pescar la suya.
Yo tomé un cabo y tiré de él. Miré la cereza interponiéndola alto contra la luz: era de un bordó fuerte y brillante, era perfecta. La bajé hasta mi boca, que estaba inundada en saliva, sin perderla de vista. En cuanto la posé en mi lengua, jugué un poco con ella, pasándola de un lado a otro de mi boca, sintiendo su suave textura carente de imperfecciones. Cuando iba a hincar la primer mordida, en la que el jugo pasa por la boca y con la lengua lo empujo al paladar y de allí al esófago, me desperté.
Estaba en una especie de inmensa esfera, cuyas paredes eran tubos de metal de diversas formas entrelazados entre sí. Había una infinita cantidad de huecos entre los tubos, pero ninguna persona podía pasar a través de ellos. Yo tenía una pierna colgando de uno de esos agujeros. Alrededor de mi había muchas personas, todas esparcidas por la esfera en forma desordenada. Todos teníamos una pierna atada con un cable poco flexible que salía para arriba.
El silencio era absoluto.
De repente, todo se iluminó. La esfera parecía trasladarse a una velocidad infinita, me sentía mareada. Tal como si estuviésemos en el zamba del Italpark todos caíamos descontroladamente de un lado a otro de la esfera: un sinfín de brazos, piernas y cuerpos se enmarañaban entre si como estructuras inertes. Los gritos de pánico llenaron el ambiente.
Entonces todo paró. Estábamos tratando de acomodarnos nuevamente cuando sentí como tiraban de mi cable. Instintivamente me aferré con todas mis fuerzas a los caños que delineaban la esfera. Pude ver cómo, pese a la resistencia que ofrecían, al menos una decena de personas desaparecía a través del hueco que se había abierto en lo alto de la estructura.
Podía sentir cómo cada hueso se mi cuerpo se separaba cada vez más a través de sus articulaciones. Temía desgarrarme, sin embargo, no dejé de hacer fuerza, abrazado a lo único que conocía, aunque tan sólo fuera por unos minutos. Me aterraba pensar qué pudiera haber del otro lado de la esfera, ¿acaso un monstruo hambriento o un científico extraterrestre haciendo experimentos? No iba a arriesgarme, me aferré con más fervor.
Pero mis manos traspiraban y cedían ante esa fuerza sobrehumana. Supe que era el fin. Cerré los ojos y me dejé llevar.
Sentí cómo me elevaba en el aire en dirección a una luz perfecta, para detenerme por un momento, y cómo me cosquilleaba la panza al bajar velozmente. Entonces fui depositado en una especie de lavarropas lleno de un líquido transparente, las compuertas se cerraron y quedé a oscuras. La maquinaria comenzó a funcionar y una gran paleta flexible me movía de un lado a otro. Cada vez había más agua formando olas descontroladas que iban en todas direcciones. Me costaba mucho respirar sin tragar el agua que estaba por todas partes. En el último momento, las paredes parecieron ceder alejándose, un haz de luz horizontal entró por un lado y el fluido se fue por el otro, y entonces las compuertas se cerraron. Lo último que sentí fue que algo me aplastaba.
(escrito por Ana Paula Álvarez)
jueves, 28 de agosto de 2008
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